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Ricardo Lindo Fuentes: Artículos digitales

ARTÍCULOS DIGITALES

 

2009.- Publicaciones varias en el extinto periódico Centroamerica21.com

Escribió una serie de artículos básicamente sobre pintores y escritores salvadoreños.
Como el periódico digital desapareció, a continuación se reproducen una serie de ellos, a saber:

Entre los pintores

Cesar Menéndez,     Valero Lecha,    Antonio García Ponce,      Carlos Alberto Imery,     Licry Bicard,     Raúl Elas Reyes,      José Mejía Vides,     Carlos Cañas,    Bernardo Crespin,     Toño Salazar,    Noé Canjura,    Mauricio Aguilar,    Titi Escalante,     Salarrué (desde el punto de vista de pintor).

Y de escritores, tenemos

Salarrué (en su faceta de escritor),    José Jorge Laínez,     Melitón Barba,     Ismael G. Fuentes,     Walter Béneke,     Francisco Gavidia,     Mario Hernández Aguirre,      Raúl Contreras,      Hugo Lindo,      Alvaro Menén Desleal,     Claudia Lars,      Roberto Armijo,     Pedro Geoffroy Rivas,     Rolando Elías

 

Otra serie de artículos varios, relativos a sitios, personajes, historias...

Doña Piedad en los campos de concentración nazis; Marcel Marceau; Simone de Beauvoir; Sabios de Sión; Joan Miró; Beatriz Recinos; Le Clezio; Verlaine , Rimbaud y un café

Y muchas cosas más. Cuentos, Historias de nuestra historia...

También ha publicado muchas cosas en el periódico digital contracultura.com.sv; entre los cuales hay una polémica que tuvo con Rafael Lara Martínez, en la que hubo mucha participación de estudiosos. Ver, p. ej: la quinta entrega de esta polémica en http://www.contracultura.com.sv/replica-a-rafael-lara-martinez.
En este periódico, también hay series de cuentos, escritos por capítulos.

En el periódico digital elfaro.net también tiene artículos de investigación histórica, en particular sobre unos megalitos en Corinto. No se reproducen puesto que el periodico está en la red, al igual que contracultura.com.sv, donde hay series de cuentos, pero ponemos algún enlace, a saber:

En conmemoración de los XX años de la firma de los Acuerdos de Paz:
http://www.elfaro.net/es/201201/el_agora/7226/


Investigaciones sobre el terreno
http://elfaro.net/es/201106/opinion/4618/

 

CÉSAR MENÉNDEZ, PINTOR DE SOMBRAS


El lugar es impreciso. Está sumido en sombras. Una especie de esclavo maniatado y desnudo se haya arrodillado ante un piano. Sobre el piano hay alguien. Lleva túnica. Solo alcanzamos a ver sus pies y la parte inferior de la túnica. Con un pie empuja al esclavo, humillándolo.

Pareciera ser una parábola de la injusticia, pero quizás no. La presencia del piano y de la partitura sobre el teclado sugieren otras posibilidades. La música puede desnudarnos por dentro, remitirnos a nuestra intimidad. En nuestra intimidad podemos evocar nuestras culpas, recriminárnoslas, constituirnos simultáneamente en nuestro verdugo y nuestra víctima. La atmósfera de irrealidad que inunda el hermoso lienzo nos hace pensar que su significado, si alguno tiene, pertenece al orden del inconsciente. El buen Freud se sobaría la barba y nos daría explicaciones profundas y extrañas. Quizás ese pie descalzo, pese a su elegancia y su delicadeza, sea un falo agresor. Pero ese pie que mueve como un oleaje la vestimenta asimismo ser el de un danzante, el misterio del arte sometiendo a los bajos instintos y reduciéndolos a nada. Podríamos multiplicar las interpretaciones, pero poco importan en definitiva. Importa que esta violenta imagen posee el poder de evocación de un símbolo, que es turbadora, que está pintada con maestría.

Esta enigmática escena sin nombre es obra de César Menéndez, el más cotizado pintor salvadoreño en el extranjero en la hora actual. Es un acrílico sobre tela que data de 1990. Podemos contemplarlo en el Museo de Arte de El Salvador, MARTE.

Desde sus inicios, el artista interroga la parte oscura del alma. Estudiante aun, antes de saber de la existencia de Caravaggio o de Rembrant, ya practicaba el claroscuro. Sus personajes parecían emerger de las sombras, que ponen de relieve los perfiles. Cuando, más adelante, incursionó en el arte abstracto, las sombras lo siguieron. Era un expresionista para siempre. Cuando retornó a la figuración, esta se había enriquecido de su paso por la abstracción. Las sombras deforman y la voluntaria deformación puede ser expresiva. Se hizo presente además el surrealismo, ese lenguaje de los sueños que hace que un verdugo pueda danzar sobre un piano de cola. Pero el surrealismo tiene muchas caras, como los sueños y se puede llegar al delirio en la vigilia por la vía del sufrimiento. El expresionismo nos remite a la exasperación de una realidad que toca sus límites extremos. Cuando quemaban buses durante la guerra, César Menéndez creó impresionantes testimonios pictóricos del hecho, esas maltratadas chatarras convirtiéndose de repente en un símbolo de El Salvador. Sí, hay un surrealismo en César, pero está lejos de los idílicos amantes voladores de Chagall. Su sueño es más bien una pesadilla, un drama conjurado por la belleza de un metal ardido, de un elegante pie que es también una ofensa.

César Menéndez inició sus estudios de pintor en San Salvador, en el Centro Nacional de Artes, CENAR. En 1980 se dirigió a Nueva York, donde estudió pintura y grabado en la Art Students Leage. Permaneció allá algunos años. Actualmente reside en Lourdes, Colón, El Salvador, dedicado a su arte por entero. Cuenta con más de cien exposiciones en El Salvador, Panamá, Guatemala, España, Estados Unidos, Cuba, Costa Rica, Colombia, Ecuador e Italia.
César Menéndez nació el 18 de marzo de 1954 en Armenia, pueblo del departamento de Sonsonate. Curiosamente, también son de Armenia otras personalidades que han dado su aporte a la cultura salvadoreña desde ámbitos muy diversos: la escritora y artista visual Consuelo Suncín, más recordada por haber sido esposa del cronista guatemalteco Gómez Carrillo y, al enviudar, del Autor de El Principito, el novelista francés Antoine de Saint Exupéry; la gran poeta Claudia Lars; el notable periodista Dagoberto Orrego Candray y el popular compositor Lito Barrientos, autor de la versión del Pájaro Picón Picón que sirve de emblema a la selección nacional de fútbol.
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VALERO LECHA

En dos obras que podemos admirar en el Museo de Arte El Salvador (MARTE) don Valero Lecha arroja una mirada de singular delicadeza sobre la raza indígena salvadoreña. Una es Charla entre huacales, un óleo sobre tela que data de 1941. La otra es Cariátide cuscatleca, subtitulada Después del baño, óleo sobre tela de 1943. Si bien las separan dos años, las sustenta la misma inspiración, un mismo clima espiritual.

  

En Charla entre huacales, dos mujeres sentadas conversan. La que se encuentra en primer plano está de espaldas a nosotros, mostrando su larga trenza. Es la que habla en ese instante, pues la que está de frente la observa con la boca cerrada, con una clara expresión de simpatía. Beben atol, sin duda, y alzan con la izquierda sus huacales, trazando con sus brazos y sus cabezas una W, casi como si fuesen la misma frente a un espejo. Pero difieren sus atuendos, que son ropas indígenas de tradicional elegancia, y mientras la de la trenza muestra su cabeza desnuda la que la escucha cubre la suya con un chal rosa, y ese manto ha sido tratado como si de otra huacal se tratase, del cual emerge su rostro complaciente. Hay huacales también colgando en la pared blanca y blanca es la falda de la joven del primer plano. Su chal, pues también tiene uno, es celeste y cuelga de su hombro y va a enredarse en su brazo trazando una curva. Un triángulo de luz y uno de penumbra dividen el lienzo. En el espacio penumbroso, abajo, un canasto muestra la opulencia de las frutas tropicales mientras un bruñido cántaro suelta un destello que interrumpe las sombras. Todo es fresco, limpio, grato.

Cariátide cuscatleca, por su parte, representa un idilio. Una joven indígena desnuda, una Venus morena, se alza sobre una hoja junto a un estanque que la refleja. Su expresión es de recatado asentimiento. Tiende con timidez un ramo de flores rosadas al joven que, tras ella, alza un manto blanco como un telón y la observa con un ruego mudo. A la derecha, unas hojas de guarumo, otras hojas verdes y luminosas, dicen la belleza de la tierra.
Cariátide cuscatleca
Ambos lienzos son un canto de amor de don Valero Lecha, artista español, a El Salvador, su patria de adopción.

Don Valero tiene 46 años al pintar Charla entre huacales y 48 al pintar su Cariátide. Es ya un artista en pleno dominio de su oficio y, tras muchas idas y venidas por España y América, ha encontrado su lugar. Aunque viva con limitaciones, está felizmente casado, goza de generalizado aprecio, tiene desde 1937 la academia que lleva su nombre y que pudo fundar gracias a algunos mecenas salvadoreños. Puede al fin darse a su doble vocación de artista y de maestro. De sus alumnos, no podrá tener sino satisfacciones: se cuentan entre los primeros, estudiando para esas fechas, tres artistas excepcionales, Julia Díaz, Raúl Elas Reyes y Noé Canjura. Ese bienestar se refleja en estas pinturas, donde nos da una visión idealizada, romántica, virginal de nuestra tierra. Con razón pudo exclamar el poeta Pedro Geoffroy Rivas: "Este Valero Lecha es un ladrón. Nos ha robado el color de nuestros campos".

Don Valero nació el 4 de marzo de1894 en la villa de Alcorisa. Es un poblado de Aragón, en España, donde tuvo una infancia de campesino. "De familia pobre, fui pastor, trabajé en la tierra, estudiante de fraile, aprendiz de albañil y pintor de rótulos que no los cobraba nunca..." dice de sí mismo. Don Valero murió en San Salvador en 1976, rodeado de cariño y admiración. Había realizado entre nosotros una labor inmensa y fructífera. Entre sus discípulos se cuentan, además de los ya mencionados, artistas de la talla de Rosa Mena Valenzuela, de Bernardo Crespín, de César Menéndez... La historia de nuestra pintura no sería comprensible sin él. Era un destino inesperado para un pastorcito aragonés.
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ANTONIO GARCÍA PONCE

garcia ponce


Gran pintor, extraordinario dibujante, maestro de varias generaciones de artistas, Antonio García Ponce se fue a dormir bajo tierra el sábado 20 de junio del presente año, a los setenta y un años de su edad, su cabellera leonina sirviéndole de almohada.

Dos cuadros suyos se exhiben en el Museo de Arte de El Salvador, MARTE. Un óleo sobre madera, titulado Suprema elegía a Masferrer de 1983 y un acrílico sobre tela de 2001 titulado Figuras. Entre ambos media una considerable distancia, tanto temporal como conceptual.

En Suprema elegía a Masferrer, una gran luna blanca y redonda se eleva sobre dos bloques rojos que sugieren edificios, como si ascendiera de un callejón entre ambos, situándose en la más negra de las noches. El pigmento cubre signos excavados en la madera que parecieran corresponder a la escritura de una lengua para siempre perdida. Un comentarista que no firmó su texto cree ver en ello una alusión al hecho de que fuera don Alberto Masferrer un incomprendido. Es en todo caso un cuadro rotundo, de elementos escasos y expresivos, y hay a pesar de lo antes dicho un indicio de lo que será la obra de García Ponce los años venideros, una obra que ancla en el expresionismo. Al contemplar Suprema elegía a Masferrer no podemos menos que recordar los versos con que termina Quevedo uno de sus sonetos funerarios:

Su tumba son de Flandes las campañas

Y su epitafio la sangrienta luna.

El mundo de García Ponce ahonda en el lado oscuro de la vida. Un ave colgando del pescuezo dibujada con extraordinaria minucia, por ejemplo. Pero, las más de las veces, son seres humanos. No están haciendo daño, ni están haciendo otra cosa que estar. Son figuras despojadas, que acusan una violencia sorda. Con frecuencia son prostitutas de barrio pobre. Con frecuencia son mujeres de atuendos elegantes pero sobrios, sin elementos decorativos. Sus prostitutas tienen miradas frías, o amargas, o dolidas, rasgos duros, y se establecen en sepias y en negros, en tonos opacos, contra un mundo que las ha excluido y al cual condenan. Sus damas elegantes tienen miradas frías o amargas, o dolidas, o inquietas. Sus rasgos también son como trazados a hachazos, pues usaba el pintor ancha la brocha apresurada, movido por la prisa de la inspiración, evitando cualquier detalle superfluo.

Sus personajes pertenecen a una tragedia no dicha. Algo ha pasado o algo va a pasar y ese algo no es un acontecimiento festivo. Alguna vez el acontecimiento está a la vista, un cadáver sobre la mesa, por ejemplo, pero la mayoría de las veces no es así.

En Figuras asistimos a una escena extraña. Un personaje andrógino, cubierto de algo que pudiera ser una coraza, se eleva al centro mirando hacia lo alto. Otras figuras lo rodean, femeninas o andróginas. Sus rostros expresan inquietud. Están a nivel más bajo, lo cual acentúa su rumbo ascensional. Al fondo vemos formas encontradas, volúmenes de diversos colores, si bien esa riqueza cromática es casi tragada por la oscuridad que domina la escena y que impone asimismo el clima anímico. Sospechamos que estamos antes de un sacrificio o la noche anterior a una batalla. Pudiera tratarse de Juana de Arco próxima a la hoguera, aunque los elementos que permitieran situarla son mínimos y nada concluyentes. Como sea, lo cierto es que bajo esas Figuras subyace una historia y que a sus personajes, de este u otros lienzos, los aúna la adversidad.
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CARLOS ALBERTO IMERY


La plazoleta de las Yerbas


Carlos Alberto Imery (18 de marzo de 1879 - 28 de julio de 1949) nació y falleció en San Salvador.

Su primer maestro de pintura fue Marcelino Carballo. Andando el tiempo, ya a sus veinticuatro años partió a Italia a perfeccionar sus estudios en el Real Instituto de Bellas Artes de Roma, donde fue discípulo de un pintor de renombre, Jacobacci, y donde entabló amistad con otros artistas que se distinguieron, como el célebre pintor español Joaquín Sorolla.

Regresó en 1911 y se vio sumido en dificultades. Recibía elogios, pero nadie adquiría sus cuadros. Pero prosiguió su labor y fundó la Academia de Dibujo y Pintura, que más tarde pasaría a ser la Escuela Nacional de Artes Gráficas, la cual, más tarde aun, llevó el nombre de su fundador.

Realizó obra de pintor, pero más de maestro, para o cual tenía una marcada vocación.

En el Museo de Arte de El Salvador, MARTE, podemos contemplar Plazoleta de las yerbas, un óleo sobre tela de 119x91cm. No está fechado, pero proviene posiblemente de sus años estudiantiles, pues representa una plaza de la ciudad italiana de Verona. Pudiera ser, sin embargo, un posterior ejercicio de la nostalgia. La escena transcurre al aire libre pero en el encerrado espacio de los altos edificios. Es otoño, como nos lo indican las indumentarias de los transeúntes y las tonalidades de hojarasca del chal de la dama que hace sus compras. Si los muros vuelven estrecho el espacio, las sucesivas sombrillas y la fuente nos indican su amplitud. Va cayendo la tarde y se alargan las sombras. La figuras nos dan la espalda, ignorándonos, pendientes como están de verificar el frescor de las verduras o de regatear el peso. Seres anónimos, son también seres comunes y corrientes, vagamente familiares, que intuimos sencillos y entrañables. La composición es centralizada, pero ese centralismo es engañoso. Las figuras, la gran sombrilla, la fuente, las otras sombrillas, trazan una S que se desliza hacia el fondo.

Otro trabajo de Imery que podemos contemplar en MARTE es Campesina italiana. Sus dimensiones son considerablemente menores (38 cm por 74 cm.). Data de 1904. La joven avanza hacia el rectángulo azul de la puerta inexistente, que no es un azul de cielo sino de montaña lejana. Ha de ser un atardecer de finales de verano o comienzos de otoño, pues están amarillando los pastos. El viento sopla haciendo ondear la falda de la muchacha. El conjunto es armonioso y vagamente melancólico.

Se ha dicho y repetido abusivamente que Imery era un impresionista. No es cierto, hasta donde podemos ver. Es el suyo un trabajo académico. Si bien pintaba al aire libre, como los maestros impresionistas, no es impresionista su pincelada ni mucho menos su espíritu. No están aquí presentes el goce de vivir ni la idea de la fugacidad que caracterizaba a aquellos. Esas sombrillas de la plazoleta que pudieran ser lo fugaz contra los muros permanentes, no dicen eso. Dicen "siempre ha sido así, siempre volverá a ser así; aquí estuvimos ayer, aquí estaremos mañana". Por su parte la mujer inclinada, recogida en sí misma, da un sentimiento de intimidad, de discreción y de permanencia ("siempre vengo aquí, donde el mismo vendedor; conozco su nombre y lo he visto crecer y envejecer"). Lejos están de pensar que dentro de unas décadas un supermercado fluorescente los despachará al pasado de un plumazo.

Poco conocemos de la obra de don Carlos Alberto Imery, pero sabemos que hizo retratos que se encuentran en manos privadas y quizás sea más abundante de lo que imaginamos. En manos de sus hijas, que se fueron ya hace años a hacerle compañía, vimos dibujos de piezas de arqueología salvadoreña, que despertaba su interés. Un rastreo, una retrospectiva póstuma, aunque fuese pequeña, quizás nos diera otra idea del artista, que ha sido tildado de europeizante. Los lienzos que podemos contemplar en MARTE nos muestran, en todo caso, la excelencia de su oficio de pintor.
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LICRY BICARD

Joya de Ceren I y II


Hay un díptico en MARTE (Museo de Arte de El Salvador), una escena dividida en dos lienzos. Es una visión del hundimiento de Joya de Cerén pintada por la artista Licry Bicard.
Hace ochocientos y tantos años el estallido del volcán Caldera tuvo un efecto devastador. Sus cenizas llegaron hasta Canadá. Pero, más cerca, sus oleadas de ceniza se abatieron sobre una aldea maya, sepultándola. Es Joya de Cerén (ignoramos cual habrá sido su nombre en el pasado), hoy parcialmente restituida a la luz.

La escena en aquella antigüedad ya mítica ha de haber sido monocroma. La ceniza gris impediría ver los cielos y el relativamente distante fuego. Cayendo lenta e inexorable, dio tiempo a sus habitantes de fugarse con lo esencial. Único ser viviente, un pato amarrado a una estaca murió con el poblado.

Tampoco hay seres humanos en la obra de Licry Bicard. Vemos aquí un animal imaginario, que pudiera ser un crustáceo o un insecto, un ave y un mono cuyo cuerpo redondo sugiere una vasija. No se encuentran bajo una lluvia de ceniza, sino entre una corriente de lava. Esa lava magnífica adquiere todos los colores de la paleta, va del fulgurante rojo y naranja al violeta, al verde. Trazos en azul, ajenos quizás a la lava pero integrados a la oleada de inspiración de Licry Bicard, crean lagos-remansos entre el fulgor de los fuegos. Vemos ahí un signo en forma de almendra, probablemente un signo maya. Es como un barquito perdido en la corriente. Una civilización se va y se hunde con él, mientras el mono humanizado, con pulseras en las muñecas y los tobillos como los nobles, con una aureola como un santo cristiano, pareciera guiar a los otros en pos de una imposible salvación. Porque en menos de cien años, por diversas razones o por una sola de orden cósmico, la civilización maya, que ocupó un inmenso territorio, entró bruscamente en los parajes de la muerte. Guerras, sequías, pestes, abandonaron ciudades grandiosas a las manos de la selva. El caso de Joya de Cerén es hasta ahora único según el estado actual de las investigaciones, el de un poblado maya sepultado en las entrañas de la tierra. Por ello la versión de Licry Bicard no podía ser en gris. Esa violencia cósmica hundía un mundo y a la hora de representarla debía revelarse en todo su inusitado esplendor, pues las fuerzas de la naturaleza, al desencadenarse, no solo aterran, también admiran.

En estos dos lienzos la artista ha traducido a su mundo la estética de nuestros antepasados indígenas. Antes y después, durante años, ella ha trabajado con rasgos juguetones e infantiles, un dibujo cuya aparente ingenuidad desmiente su arte de gran colorista. En Joya de Cerén I y II, somete sus sueltas líneas a cierta hierática rigidez del arte maya, y los colores de Licry, aprendidos en una piñatería fantástica, pasan a ser los del desastre. En cuanto al ave estilizada del extremo izquierdo que observa la escena con presumible temor, podría ser tanto del mundo aborigen como del previo mundo de Licry Bicard, que coinciden en ella por entero. Quizás se trata del pato de la historia.

Otro lienzo de Licry Bicard se encuentra en Marte. Es un gran rectángulo rojo que pareciera haber sido sometido a un arado. De algún modo, es complementario de Joya de Cerén. Es el rojo el color de las grandes pasiones, del fuego y de la sangre.

Lilian Cristina Andreu de Bicard, conocida como Licry Bicard, nació en San Salvador en 1944. Sus exposiciones, tanto dentro como fuera del país, son innumerables. En 2004 la Asamblea Legislativa de El Salvador la nombró Pintora Meritísima.
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RAÚL ELAS REYES


Meanguera del Golfo


Un añoso amate cubre con su sombra inmensa un paraje marino. Unas canoas lo rodean. Una en particular, grande y en primer plano, nos permite ver su interior. Es otro árbol añoso, ahuecado y curtido por la sal de los mares, que muchas veces ha dejado la tierra para adentrarse en las aguas. Más allá cae el sol sobre los pescadores y se extienden las olas. Estamos ante un óleo de Raúl Elas Reyes, un joven egresado de la primera promoción de la academia de don Valero Lecha.

No poca cosa es que, andando las décadas, una obra primeriza ingrese a un museo. Pero, viéndola bien, es lógico que así sea. Es una obra académica pero la anima la inspiración y, siendo inicial, es también iniciática. Se sitúa a la raíz de lo que caracterizará al gran pintor Raúl Elas Reyes, por una parte, pues consagrará gran parte de su vida a reproducir nuestros paisajes. Se sitúa también a los inicios de un modo de ver y hacer de los artistas salvadoreños que a él mismo, por entonces, se le escapaba. Él nos contó como, en sus años jóvenes, le extrañaba que un escritor como Salarrué abordara la descripción de un amate o de una flor de izote como un autor europeo hubiese abordado la de un abeto o una flor de los Alpes suizos. Después comprendió que Salarrué tenía toda la razón. Lo que no vio, o en su discreción de gran señor pretendió no ver Raúl, era que él había hecho lo mismo al pintar, a inicios de los cuarenta, un amate con técnicas que fueron creadas para decir una encina, un lago con cisnes, un paisaje europeo. No era el primer pintor salvadoreño en hacer algo semejante, pero esa perspectiva cuya necesidad se nos hace ahora evidente no era aún comúnmente aceptada.

Poco después de la guerra europea, el gobierno del coronel Óscar Osorio concedió becas para ir a perfeccionar sus estudios a Europa a tres jóvenes artistas, Julia Díaz, Noé Canjura y Raúl Elas Reyes. Los tres son fundamentales en el devenir de nuestras artes plásticas. A su regreso, Elas Reyes era el mismo pero era otro. Ya no iba a volver a hacer un arte académico y quizás ya no hubiera podido aun si lo deseara. Impregnado de los lenguajes cosmopolitas, abordó nuestros paisajes de otro modo. En las casas humildes escalando los cerros vio, más allá de un paisaje pintoresco, un conjunto de volúmenes de variado cromatismo que era naturalmente cubista. En los cerros del verano requemados por el sol, vio un pretexto para ejercer cuanto había aprendido de los creadores del arte abstracto, sin forzar la aun tímida percepción de nuestros compatriotas de entonces, que consideraban el arte abstracto una aberración. De algún modo, quizás sin pretenderlo, el pintor estaba educando el ojo de los salvadoreños para comprender esas audacias de los maestros europeos o norteamericanos. Era un punto de bisagra necesario. Y algo más cambiaba con Raúl. El paisaje salvadoreño dejaba de ser un relato pintoresco, apto para turistas, para convertirse en motivo de indagación cromática y volumétrica, en pintura pura. Porque, como alguna vez escribió Jorge Luis Borges, "todas las artes aspiran a la música, cuya forma es el fondo". Más tradicional, pero lleno de una rica sensualidad, fue cuando abordó la vegetación tropical, esa selva que rodeaba su casa a las puertas de los Planes de Renderos. Relativamente tarde en su vida, allá por los años setenta, Raúl se dedicó al arte abstracto, creando paneles de figuras que semejaban un alfabeto extraño, influido por esas ruinas mayas que admiraba.

Raúl Elas Reyes nació en San Salvador en 1918 y falleció en la misma ciudad en 1997. El gobierno de Francia le había concedido la orden de Caballero de las Artes y las Letras. Ambas cosas fue, pues escribió también sobre sus colegas con sencillez, con acierto, con elegancia.
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JOSÉ MEJÍA VIDES

Panchimalco a la entrada

Diversas virtudes confluyen en la obra de José Mejía Vides. Es uno de los primeros artistas salvadoreños en asumir las corrientes de la modernidad. Estudia en México, aprende allá a pintar al aire libre como los impresionistas, recibe la cálida influencia de los maestros del muralismo mexicano, pero también la poesía que emana de los lienzos de Paul Gauguin, pero también la reflexiva distancia de Paul Cezanne como lo demuestra este óleo, Panchimalco a la entrada.

Contrariamente a los muralistas mejicanos, no hace Mejía Vides de su obra una empresa política. Haciendo su personal recapitulación, ancla don José en Panchimalco como Gauguin en Tahití para emprender un trabajo nacionalista, el rescate de un mundo indígena próximo a marcharse. Con una línea firme, traza las mujeres lavando en los ríos con los pechos al aire, entre redondas piedras o los trabajos del agro, la carreta penosamente arrastrada por rotundos bueyes relucientes de sudor. Otros antes, han abordado temas similares, pero lo han hecho desde una visión romántica o folklorista y, aunque ambas visiones estén latentes en su trabajo, el lenguaje plástico que emplea es distinto. La clara luz que invade sus escenas, definiéndolo todo con nitidez, lo distancia de las nostálgicas brumas del romanticismo o del artificial embellecimiento del mundo indio que primaba entre sus contemporáneos en nuestra patria. Recordemos los diseños para vestuarios de ballet de la señora Tirello, por ejemplo, procurando hacer princesas simbolistas de las doncellas indígenas, metiéndolas a la fuerza en un molde "art nouveau".

En este paisaje, José Mejía Vides retrata la olla geológica de Panchimalco, los volúmenes de las montañas recogiendo en el valle, como en el cuenco de una mano, el pequeño poblado. Pero los encontrados volúmenes montañeses recuerdan las geometrías de Cezanne, sugieren las tortuosas divisiones de los pintores cubistas y asimismo los planos que constituyen los muros de las casas y sus techos. Al centro, vista de espaldas, mostrando los contrafuertes como un sólido esqueleto externo, nítida en su blanca simetría, la iglesia colonial de Panchimalco es el punto donde todo confluye. Síntesis de las corrientes de dos mundos, es también una respuesta a las montañas y ese punto que congrega nuestras miradas reúne las tradiciones que otorgan al poblado su secreta fascinación. Tras las montañas, una franja de denso azul es el mar, una franja de azul celeste es el cielo sobre el mar. Constituyen una doble tapadera de la olla geológica. Todo contribuye al recogimiento. Así, este cuadro, en su aparente sencillez, posee a la vez una carga emotiva y reflexiva.

Acusadas líneas negras definen los contornos, dando al lienzo la infantil ingenuidad de un dibujo coloreado con aplicación. Las sombras violeta en el camino vienen de la lección impresionista. Unas mujeres, un hombre con un sombrero, son apenas bocetos, pero sus actitudes nos dicen un mundo de recato y de respeto campesino. Una recia vegetación surge aquí y allá, oponiéndose a la sequedad solar.

Panchimalco a la entrada fue pintado hacia 1935. Para don José, ya era su patria espiritual y lo sería hasta su tan esperada muerte, que lo fue a buscar ahí, ciego y tras larga enfermedad, en 1993, a sus noventa años.
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CARLOS CAÑAS


Playa

Era un anochecer de 1961 o de 1962. Era el centro de San Salvador un lugar tranquilo, el centro de una capital provinciana, y ahí, en una esquina entre el edificio de telégrafos y la Junta Nacional de Turismo, estaba esa casa blanca, con las paredes forradas de lienzos, inusualmente iluminada y relativamente ruidosa. Era en la galería Forma, fundada y dirigida por Julia Díaz. Era la primera galería de arte del país y en ella tenía lugar la primera exposición enteramente de arte abstracto que se viera en nuestras tierras, obra de un joven pintor llegado de España no hacía mucho, llamado Carlos Cañas. El escaso pero valioso grupo de intelectuales y artistas de aquel momento se congregaba con las amables copas en la mano, quizás sin realizar del todo que participaban de un evento único. Los lienzos, en torno, eran espacios siderales, desiertos de planetas misteriosos, con huellas de seres extintos hacía quizás millones de años o con huellas de seres por venir.

Yo era un adolescente, pero tuve la suerte de estar ahí y guardo vívida la impresión que aquellas obras me causaron. Creo que el cuadro que deseo comentar, Playa (1962), estaba ahí también en esa ocasión. O, si no, pertenece a la misma época y está imbuido del mismo espíritu. Hoy se encuentra en el museo de arte de El Salvador, MARTE. No tiene ya, por supuesto, el aura de relativo escándalo que tuvo en aquellas fechas, pero guarda su intenso poder de seducción. Que una obra vanguardista atraviese el tiempo y continúe impresionando al punto de ingresar a un museo, prueba que ha tocado algo profundo, ese algo que distingue lo nuevo de lo novedoso.

Playa es un arenal que va a dar a un oscuro límite, una superficie que sugiere una montaña escarpada que pone dique a las arenas. Pero, ese límite en tonos café oscuro y negro, es un relieve hecho de coaguladas arenas. Pero más importa esa página de la playa, hecha en blancos y variables grises, ligeramente impregnada aquí y allá de sepias, que nos habla de un drama. Algo ha sucedido en esa geología. Esos rastrojos al extremo derecho pueden ser una rama seca o una escritura en una lengua olvidada. Esa insinuada curva, más al centro, puede ser una concha enterrada o la oreja de alguien que, desde otro universo, nos vigila. Esos desperdigados rasgos, más a la izquierda, pueden ser rayones trazados por un niño que pasó o pueden ser una laceración impuesta por el cosmos y quizás ambas cosas se equivalen. Podemos interpretarla como queramos, desde luego, pero lo que importa en esta playa no es lo dicho, sino lo que sugiere, la cantidad de evocaciones y preguntas que despierta. Podemos también no darle interpretación alguna y contemplar tan sólo ese paisaje llenándonos de su húmedo silencio.

Otros diversos paisajes vemos en torno en MARTE, ricos y complejos, mostrando lo claramente reconocible. Este fragmento de playa innominada se separa de la mayoría porque dice lo intemporal.

Carlos Cañas nace en San Salvador el 3 de septiembre de 1924. En 1944 obtiene el título de Arte y Teoría en la Escuela Nacional de Artes Gráficas. Una beca del gobierno español le permite ir a estudiar a la capital de España. Al concluir, esta le fue renovada por el gobierno salvadoreño. Allá tuvo ocasión de realizar exposiciones individuales en la prestigiosa galería Bucholz, así como en varias otra en España, Alemania y Francia. Ha sido director del Centro Nacional de Artes, CENAR, y a él se deben la pinturas de la cúpula del Teatro Nacional de San Salvador. Ha representado al El Salvador en diversos eventos internacionales, tales como la bienal de Sao Paulo en Brasil, y ha sido objeto de numerosas distinciones. Falta una, sin embargo, y otorgársela sería de justicia: el Premio Nacional de Cultura.
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BERNARDO CRESPÍN

El terremoto del 10 de octubre

Guardando las distancias, podemos afirmar que tiene Bernardo Crespín un parentesco espiritual con dos de los más grandes artistas de la historia, Francisco de Goya y Vincent van Gogh. No me refiero sólo a su influencia, que sí se hace presente, sino más bien a su particular manera de abordar la realidad, sus alteraciones síquicas sirviendo de caja de resonancia a las impresiones del mundo externo. Dije guardando las distancias, pero a ratos no me dan ganas de guardarlas. Porque, por momentos, Bernardo roza el genio, si no es que lo alcanza.

Tal es el caso de El terremoto del 10 de octubre, obra suya que podemos contemplar en el Museo de ate de El Salvador (MARTE). Data de 1986 y evoca el formidable terremoto que conmovió a San Salvador aquel año. El horror adquiere aquí corporeidad como en El coloso del pánico de don Francisco de Goya. Los monstruos que mueven las entrañas de la tierra salen al fondo del lienzo, siniestros y sombríos gigantes, pero la tierra, al alterarse, ha hecho cambiar todo. Las puertas de una casa se transforman en dientes dispuestos a morder a los pasantes. Una lúgubre procesión de rostros distorsionados por la desesperación, huyendo de los muros cayentes, recuerda una procesión medieval de flagelantes. Se alternan tonos vívidos con tonos sombríos, aguzando los perfiles del pánico.

Dirán, quizás, que exagero en mi admiración, pero es difícil percibir la grandeza de una obra antes que pase el tiempo, y siento ante este lienzo, como ante sus autorretratos cargados de formidable angustia, trazados con una sensible plumilla sobre un papel o escupidos a golpes de violentos espatulazas sobre la tela, ese estremecimiento que solo nos puede dar lo excepcional.

En lo que a mí respecta, me es difícil en este caso ser objetivo. No solo me cuento entre los primeros admiradores de Bernardo Crespín. Fui su primer admirador. Era allá por 1970. Yo era agregado cultural a la embajada de El Salvador en París. Bernardo era un joven pintor desembarcado recientemente, alumno de don Valero Lecha.

Él había tratado de pintar en el mítico barrio de Montmartre, que recordaba a Utrillo y a Chagall, a Picasso y a Modigliani. Pero los pintores que estaban para los años 70 en esas calles eran una bien organizada mafia que explotaba a conciencia a los desprevenidos turistas románticos. Echaron a Bernardo a la fuerza. Otras fuerzas actuaban en su contra. Sus acusados rasgos indígenas unidos a su pobreza hacían de él un ser inevitablemente marginal. El joven artista cayó en una crisis síquica, desencadenada al parecer por el racismo de los franceses.

Hice las gestiones del caso, una beca obtenida gracias a la intervención de un bondadoso señor del ministerio de Relaciones Exteriores de Francia permitió que Bernardo tuviese el auxilio de la Seguridad Social y fuese ingresado a un sanatorio. En la embajada se le había dado para vivir un cuarto pequeño, una buhardilla que servía de bodega, y ahí fui a buscar algunos objetos personales suyos para llevárselos al hospital. Descubrimos entonces con asombro, con Ana María Hirlemann, quien también trabajaba en la embajada y me acompañaba en ese momento, una cantidad de papeles pintados. Ya no eran los de un discípulo académico del maestro Lecha. Eran un delirio espléndido. Sus temores y su grandeza, sus encontradas pasiones, lo habían conducido a una fuente de creatividad donde bebieron los antiguos maestros de Flandes, donde bebió, unos siglos más tarde, Goya.

Fui al sanatorio y dije a Bernardo que era un gran pintor. No recordaba sus trabajos. Le habían concedido un cuarto aislado, donde pintó un murciélago sobre el dintel de la puerta. En un muro, un payaso colgando de una horca se dedicaba a pintar en un caballete. Cerca, una danzarina bailaba con los ojos arrancados. De sus cuencas brotaba sangre. Aclaremos que no se limita su arte a los hermosos monstruos. También tiene lo idílico su parte. Vemos así, en el mismo museo, otra obra de Crespín donde las casas vuelan como aladinos sobre tapices en un luminoso cielo, mientras se extiende abajo un prado verdecido. La pincelada es impresionista y estamos aquí más cerca de Van Gogh.

Una vez escribí más pormenorizadamente esta historia y la publiqué en un periódico. Unas semanas después lo vi por azar. Me hizo saber que su familia estaba incómoda con la publicación, pero no él.

Ambos tienen razón. Las familias ven como un estigma a esos parientes que se convierten en clientes, y con frecuencia en víctimas, de los siquiatras. Yo mismo fui, andando el tiempo, uno de esos clientes, y no faltó un siquiatra que me declarara esquizofrénico. Pero lo que en otras profesiones es un estigma, en las artes y las letras es casi una prueba de autenticidad.
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TOÑO SALAZAR

"El aura de Toño sea sobre mi cabeza- Pablo - 1951 - Montevideo". Pablo Neruda, por Toño Salazar

En los años cincuenta, el poeta argentino Conrado Nalé Roxlo realizó una curiosa Antología Apócrifa. Estaban ahí representados los más importantes escritores del momento, con textos falsos. Adoptando sus voces, Nalé Roxlo había compuesto escritos llenos de gracia que les atribuía. Borges y Joyce, Neruda y Maeterlinck se iban sucediendo. No se hablaba entonces aún de García Márquez o Julio Cortázar, esos jovencitos.

El ilustrador de la Antología era un salvadoreño ya conocido y adicto a la literatura, Toño Salazar. Simpático cosmopolita, don Toño se codeaba con los más distinguidos artistas e intelectuales de ambos lados del Atlántico. Cuando, ya viejo y haciendo figura de patriarca de nuestro mundillo intelectual, decía: "Una vez Pablo...", no faltaba quién lo interrumpiera preguntando "¿Neruda?", para oírlo responder "No, Picasso" o al revés.

No tengo a mano el libro, pero recuerdo que la caricatura de Pablo (Neruda, no Picasso) que se encuentra en MARTE forma parte de esas ilustraciones y probablemente también la de don Ramón del Valle Inclán.

Dibujante de genio, don Toño da muestra en ambas de sus conocimientos literarios. Ha leído a los autores y les dedica un homenaje un tanto irónico, como el propio Nalé Roxlo.

Son caricaturas sólo de líneas negras, en las que predomina el blanco de la página. Unos puntitos y unas rayitas bastan para dar una idea de volumen, una línea para dar una idea de horizonte.

Don Ramón ("Ese gran don Ramón de las barbas de chivo" que dijo el gran Rubén), había forjado su estrafalaria imagen como después de él hizo Dalí. Su larguísima barba, su vestimenta de "dandy" pese a no haber jamás salido de la pobreza, su brazo perdido, ignoramos en que circunstancias, pero que en su imaginación señorial y dinástica derivaba en un duelo de capa y espada, lo identificaban con su personaje el marqués de Bradomín, "feo católico y sentimental", poseedor de sus dos brazos pero dado a lances aventureros. Pero ese señor del Valle Inclán, monárquico y dado a la orfebrería verbal, había terminado anarquista y creador de los Esperpentos, grotescas y sombrías caricaturas literarias que evocan al último Goya. De ahí que don Toño lo sitúe en su página como un siniestro espantapájaros, un brazo de esqueleto el válido, un pedazo de palo su brazo faltante, un palo anclado en tierra sus dos piernas. Pero hay un detalle redentor: del palo brazo surgen hojas nuevas, esa figura venida del sarcófago es fuente de vida. Una aureola de hojas de laurel flota en el aire sobre su cabeza.

Valle Inclán

También Pablo Neruda verdea en hojas nacientes. De entre sus escasos cabellos sale una ramita. Su cabeza surge cortada de una duna y salen sus venas como raíces y ramas, mientras de los labios de una vena cortada saltan gotas de sangre. Un poema se escribe con sangre o suele ser el caso, nos dice el dibujante acudiendo a una antigua expresión, a un antiguo conocimiento. Su ojo parece un caracol, cerca de su nariz hay otro caracol que pareciera husmear. Son las dunas frecuentes en las playas de Chile y es el mar personaje omnipresente en la poesía de Neruda, quien además coleccionaba caracoles. Pero don Toño nos ha dicho el mar sin mostrarlo, ha sido sólo una alusión. Arriba, en el cielo, pasa el ave emblemática de la cordillera de los Andes, el cóndor. Para el caso, es un condorito que va cagando. Es decirnos también que "Pablo", ave de altos vuelos a veces "la regaba", manchando su grandiosa literatura con pedestres expresiones, con innecesarias ofensas, como las que concluyen El canto general, ese libro mayor de la obra nerudiana. Este dibujo espléndido nos reserva una sorpresa, que no estaba en la Antología Apócrifa: ha sido completado por otra mano. Una escritura en forma de halo sobra su cabeza dice: "El aura de Toño sea sobre mi cabeza. Pablo - 1951 - Montevideo"
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NOE CANJURA


El Cerro

El cerro, 1950, óleo sobre lienzo. Noé Canjura, 1924, 1960. Así dice la cédula que acompaña esta obra en el Museo de Arte de El Salvador, MARTE. Las fechas de nacimiento y muerte no coinciden con las que da el libro del Museo FORMA, publicado en 1985 por Impresos Litográficos de Centroamérica. Según este volumen (tras el cual se encuentra Julia Díaz, su amiga y compañera de primera hora en la academia de don Valero Lecha), Noé nació en Apopa el 14 de agosto de l922 y murió en Morienval, Francia, el 29 de septiembre de 1970. Me consta lo último, pues yo vivía en París a la hora de su fallecimiento. Mario Hernández Aguirre me llamó ya entrada la noche para comunicármelo. A todos nos sorprendió, pues lo habíamos visto sonriente días antes en la fiesta de la embajada de El Salvador en Francia, el 15 de septiembre, sin que nada indicase la proximidad de la muerte.

La fecha de realización de El cerro es significativa. Noé ya se hallaba en París para entonces, pero permanecían vívidos los recuerdos de su infancia y su juventud en las campesinas tierras de Apopa. No importa esta vez si el año, 1950, sea exacto o no, pues corresponde a la manera de hacer del pintor durante décadas en la capital de Francia. Más que corresponder a un realismo mimético.

El cerro es un juego de volúmenes, un juego de colores, un juego de curvas y contracurvas. Es una cálida partitura y podemos imaginar que la pintó para calentarse con la memoria en algún frío invierno. Como señaló en su momento el crítico francés Henri Adam (Galería Drouant), "sus imágenes actuales están integradas a una evolución que sin renunciar al pasado, se integran a lo que París ha podido ofrecerle". Otro crítico, que firmó J. M., escribió en el Journal de l´Amateur de l´Art (París, 25 de octubre de 1967): "La pintura de Canjura se caracteriza por la intensidad de los colores claros. Las formas se desprenden de luminosas armonías sin violencia y con mucha sensibilidad".No solo el tema da cuenta en El cerro del mundo agrario. Las estrías se alargan en la espesa pintura como el arado del labrador. El cerco abierto, deteriorado por la intemperie y el descuido, más bien invita a entrar que cierra el paso, y podemos ver en ello un eco de la generosidad campesina. La agreste diversidad de tonos sugiere un arco iris naciendo de los hondones de la tierra, los suelos respondiendo a los cielos. Esa diversidad cromática es propia de los trópicos y allá sonaba un tanto exótica. Al norte y al sur del planeta la naturaleza dispone de una paleta más limitada.

Campesino hijo de campesinos, Noé se inscribió a los veinte años en la academia de don Valero. Venía diariamente de Apopa en el camión lechero y, cuando lo perdía, recorría a pie los dieciséis kilómetros de ruta polvorienta. A veces don Valero, el viejo maestro español, debía regalarle pinceles o carboncillo. Por recomendación del maestro obtuvo Canjura una beca del gobierno salvadoreño. Se fue a estudiar a París, donde se casó y donde se radicó ya para siempre. Logró darse a conocer como artista, lo cual era mucho en aquella ciudad donde reinaban Picasso y Marc Chagall. Grandes museos adquirieron obras de Noé y las revistas especializadas reseñaban sus exposiciones, como vimos. Siguió siendo sencillo, sin embargo, y no logró nunca, para usar la expresión de Mario Hernández Aguirre "arrancarse las espinas de huiscoyol dorado que dan a su obra ese secreto fuego".Hasta poco antes de su partida estuvo trabajando en su estudio de enormes ventanales en la rue Lepique, en el mítico Pigalle. Era el mismo estudio donde, unas décadas atrás, había pintado un artista célebre, Maurice Utrillo.
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MAURICIO AGUILAR

Montaña

El cono del volcán gris contra el cielo gris. Son diversos grises, pero son más oscuros los que definen la montaña. Quizás se trate del volcán de Izalco, con sus flancos ennegrecidos para siempre. Es un cielo plomizo y estático, que no anuncia lluvia. Aunque el volcán hable de un antiguo cataclismo geológico, está silencioso, inmóvil, protagonista y testigo de una edad primigenia. El artista se ha servido de óleo y arena, creando una textura rugosa que acentúa el drama del pasado. Pero no es una visión apocalíptica ni triste. Está ahí en su pobreza monacal, como un elemento de reflexión y como una reflexión que nos interroga. Pese a su formato mediano, se impone monumental. Es una deidad que nos dice su permanencia y nos recuerda que somos pasajeros. Pero esa deidad no se identifica con una zona geográfica o una religión específicas. Es la montaña sagrada. Es el Tiempo.

Esta es sin duda una de las mejores obras de Mauricio Aguilar, el primero entre los artistas salvadoreños en asumir los lenguajes plásticos del revolucionario siglo XX. Mas no los asume como un iconoclasta y un rompedor de moldes. Muy al contrario, restituye al icono en su fuerza elemental, le otorga la inmóvil serenidad de un dolmen. De carácter ascético, ajeno a todo aspaviento, Mauricio Aguilar se concentra en elementos escasos, buscando sutiles variaciones texturales y cromáticas dentro de lo monocromático.

Sus bodegones se concentran en elementos simples, unas botellas o una pera. Sus botellas flotan en el aire que les ha sido asignado. En sus frutos, inmensos, podemos sentir un dejo de sensualidad, la sensualidad ocupando realmente poco espacio en su atmósfera enrarecida. Más que imágenes que aspiran a la abstracción se dijera que estamos en presencia de abstracciones puras que por un instante asumen una corporeidad. Son ideas, son las ideas anteriores a los cuerpos que Platón mencionaba. Lejos estamos de los sobrecargados y detallistas bodegones barrocos de los pintores flamencos, con sus tapices espesos, sus frutas a medio mondar, sus recipientes de metal y vidrio, su aparente desaliño. Los bodegones españoles de la edad de oro, más sobrios, insisten en rendir la materia con un realismo casi táctil. Cerámica, madera, jugosas frutas, son mostradas en ordenadas composiciones. Pienso en Zurbarán, pienso en fray Juan Sánchez Cotán. Avanzando los tiempos, en sus "natures mortes" Cezanne puede reducir las naranjas a círculos. Dando un paso más allá, Aguilar hace surgir sus imágenes del fondo como fantasmas, como variaciones de la luz. No pretendo, por supuesto, decir que su aporte sea tan importante como el de los maestros mencionados, sino mostrar como hizo suya una dinámica para llegar a un personal concepto. No es por otra parte exagerado decir que Mauricio Aguilar es uno de los grandes artistas de América Latina. Así lo reconoció el prestigioso crítico cubano José Gómez Sucre cuando, siendo jefe de la Unidad de artes Visuales de la OEA, escribió: "Para Aguilar, la luz es una fuerza que destruye los objetos, pero al mismo tiempo les proporciona su único apoyo en el espacio. (...) Mauricio Aguilar es un pintor para pintores". Asimismo, aludiendo a su uso de las texturas, llamó a la obra de nuestro pintor "suprema obra de albañilería".

Mauricio Aguilar nació en San Salvador el 21 de octubre de 1919 y murió en la misma ciudad el primero de abril de 1978. Había vivido su infancia y juventud en París, donde, a la edad de quince años, entró al taller de Christian Bérard, uno de los más importantes artistas de aquellas fechas. Posteriormente estudió en la parisina Academia Julien, entre 1940 y 1941. Vivió en la capital de Francia hasta 1971 y trabajó posteriormente entre San Salvador y Nueva York.

Al lamentar su pérdida, exclamó Toño Salazar: "¡Nuestro pintor se fue antes que lo invadiera la edad de los recuerdos!".
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TITI ESCALANTE

danza

Danza

 

Titi Escalante hacía danza moderna y pintaba grandes flores, un poco al estilo de Georgia O´Keeffe. Pero las de Titi me parecían demasiado bonitas, demasiado decorativas, aunque no me atreví a decírselo. Tantas veces una buena amistad concluye por un comentario adverso. Eran los años de la guerra y ella, como otros, vio en el arte una salida, un escape a lo imaginario. Si pintaba flores no era por indiferencia al dolor ajeno, sino por la necesidad de huir de una realidad agobiante. Pero ella, joven, bella y rica, no correspondía al modelo de conducta que era supuesto esperar. En vez de eso se interesaba por el espiritualismo hindú, se relacionaba con los artistas de escasos dineros y abundantes sueños, y nadie la vio, creo, como una burguesita "snob". Muy al contrario, su sencillez y su natural simpatía le abrían puertas en aquel medio medianamente caníbal al cual también pertenecí.

Evitaba, pues, hablarle de su arte, y así fue hasta que encontró sus ranas. Halló ahí un rico venero y demostró que era una artista de verdad. Tienen esos batracios proporciones entre las extremidades y el cuerpo muy similares a los humanos, de ahí que sean tan convenientes a la caricatura.

Y ella hizo de sus ranas humanoides algo sorprendente. Las hizo gigantes y en escultura, mostrando un dominio del modelado que ni remotamente le sospechaba y un sentido del humor que había permanecido oculto hasta entonces. Hablo de los años en que la guerra estaba próxima a terminar. Sí, esos personajes eran una visión del mundo, una visión crítica del mundo que la rodeaba. Todos no somos más que pretenciosas ranas, pareciera decirnos, y el ideal humano está lejos de ser alcanzado.

En Danza, obra suya que encontramos en MARTE, sus batracios tridimensionales imitan la Danza de Henri Matisse, al cual rinde homenaje. Curiosamente, el cuadro del gran pintor francés es lo opuesto. Sus mujeres en rosa sobre un prado verde recortándose contra un cielo azul carecen voluntariamente de volumen, su paisaje plano evita la perspectiva, un sentimiento de paz y gracia se desprende del conjunto. Mas si los movimientos son casi idénticos, el aura que se desprende de estas ranas es muy distinta. No son tan grandes como las antes aludidas. Flotan sobre un pequeño e irregular pantano de bronce, como ellas, que recibe sus sombras. Sus largos y finos dedos enlazados son proyectados como una telaraña por las luces cenitales. Sentimos que estamos ante una ceremonia vagamente siniestra. No son aquí sus ranas imitaciones de humanos. Espíritus silvestres que realizan un incomprensible conjuro, han sido sorprendidos por la artista, que espiaba entre los matorrales.

Ignoro qué hace ahora Titi Escalante. Se casó con el poeta David Escobar Galindo, su vida tomó otro rumbo y quienes estuvimos cerca de ella en aquellos años nos habíamos cada quién ido hacia otras compañías y hacia otras soledades. Quedan, como testimonio de su vida de entonces, estas ranas que danzan quizás la danza de la muerte. Al hacerlas, ha de haber recordado su fugaz paso por el baile contemporáneo.
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SALARRUÉ

tunel en ojo de buho Tunel en ojo de vaca

Ojos - Túneles

Dos lienzos de Salarrué son complementarios. Túnel en el ojo del búho. Túnel en el ojo de la vaca.

El ojo avanza hacia quien lo mira pero este puede hundirse en la interioridad del contemplado. En la metáfora de Salarrué, no son los ojos el espejo del alma sino túneles hacia el alma. Y el túnel nos remite a otras expresiones, a otras vivencias. Se ve la luz al final del túnel. Se dice que los moribundos ven un túnel al final del cual se encuentra la luz sagrada. Un túnel sin salida alude a las dificultades.

En el Túnel en el ojo del búho, ave que se identificacon la sabiduría, intensos, vertiginosos círculos de colores iridiscentes nos conducen al final blancor. La luz del fondo ha impregnado la ruta y esta se nos revela como una cueva de nácar que contuviese una perla luminosa. El borde del ojo semeja un cuenco negro y brillante, de laca o de cerámica vidriada, bajo el cual un insinuado semicírculo negro azul y otro más completo en blanco crema son como otro recipiente en el cual se sitúa la pupila. Y la pupila va hacia adentro en espiral y avanzamos en rojos resplandores de fuego, con toques de verde azul de llama de gas hacia otras calidades más claras de los mismos tonos hasta llegar a un círculo final, donde, envuelto en una claridad de crepúsculo vespertino, asoma la fuente de la luz. El cuenco negro está situado en un espacio blanco y lechoso y proyecta rayos más claros hacia las esquinas del cuadro. ¿El plumaje del pájaro nocturno es blanco, como el de ciertas lechuzas? ¿Se trata de un universo dónde irradia, hasta más allá de sus límites, una luz sobrenatural?

Este lienzo es un óleo y mide 46 por 58 centímetros.

El Túnel en el ojo de la vaca es, en cambio, un carboncillo sobre papel, lo cual lo limita al blanco y negro. Mide 44 por 54 centímetros, un poco menos que el anterior.

Hay aquí algo sombrío y tortuoso. Estamos de noche, como atestiguan algunas estrellas que parecieran enredarse entre los numerosos cuernos del animal fantástico. Porque esta vaca es una bestia cósmica, de una especie aun desconocida. El pelaje del animal rodea el ojo - túnel, que puede ser triste o malévolo. Ese ojo solitario nos mira fijamente, como si pretendiera hipnotizarnos. Es quizás el de un demonio triste. La espiral irregular se va resolviendo en círculos al llegar al fondo. Pareciera un torbellino que pretende absorbernos y esos círculos pueden ser los del infierno que describió el Dante un día lejano. O bien, estamos ante un agujero negro del espacio exterior que absorbe cuanto se le aproxima.

Estos dos cuadros, tan semejantes entre sí, son también opuestos. Día y noche. Infierno y cielo. La doble y enigmática mirada de la creación. Las espirales de galaxias paralelas.

A no ser por los títulos, estas obras hubieran pertenecido al abstraccionismo. Los títulos las hacen derivar hacia el arte conceptual, mucho antes de que el término fuese utilizado, pero tampoco podemos, en realidad, situarlas como un anticipo de esta corriente.

Afirmaba Salarrué pintar ideas y no formas. Aquí ha pintado más bien símbolos. Son como tales susceptibles de muy diversas explicaciones, ninguna de ellas excluyente, ninguna agotando su misterio.

Salarrué (Salvador Salazar Arrué, 1899 - 1975), pintor y escritor a quien un imaginario esotérico animaba, probablemente recordó una sentencia del Kibalyón, libro ocultista atribuido a Hermes Trismegisto:

Lo que está arriba es igual a lo que está abajo.

Los dos lienzos pertenecen a la colección nacional y se encontraban en la Sala Nacional de Exposiciones del parque Cuscatlán. Salarrué la fundó y fue su primer director. Si bien no hay documentos que lo atestigüen son, casi seguramente, un donativo del artista.
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Ricardo Lindo realizó en el año 2006 para el Museo de Arte MARTE de San Salvador, la curaduría sobre una amplia exposición de Salarrué. Próximamente, podremos encontrar un pequeño resumen, aunque fue anterior a los artículos que aquí nos ocupan.

En el año 2014, y desde la revista ARS núm. 6 se dedica a Salarrué un número casi monográfico.

Artículos de Ricardo en la desaparecida en Centroamérica21 sobre escritores salvadoreños.

SALARRUÉ
En la memoria de Ricardo Lindo:

El último señor de los mares I

Debo hablar aquí de mis recuerdos. Pero comenzaré por usurpar recuerdos de alguien que conoció mucho mejor que yo a nuestro gran narrador. Me los contó no hace mucho, mientras yo preparaba la gran exposición que el Museo de Arte de El Salvador, MARTE, consagró a sus lienzos y esculturas. Pues hemos de recordar que Salvador Efraín Salazar Arrué, el autor de Cuentos de Barro, fue asimismo pintor, escultor, e incluso compuso canciones con influencia de Agustín Lara

A otros escritores, mi padre incluido, he dedicado un artículo. Con Salarrué quisiera extenderme un poco más. Señalemos, aunque debamos repetirlo en las notas siguientes para quienes llegaron tarde, que nuestro autor nació en Sonsonate el 22 de octubre de 1899 y falleció durante la noche del 27 de noviembre de 1975 en su casa de los Planes de Renderos, aquella casa blanca desde cuyo altillo miraba a la distancia el lago… pero ya comencé con mis recuerdos, y no debo traicionar mi previa aclaración.

Lunes 29 de octubre de 2007 Ricardo Lindo
redaccion@centroamerica21.com

SALARRUÉ

-Lo llevaré donde mi tío que es sobrino de Salarrué –me dijo el joven Sandro Stivella, y el sobrino me llevó donde el sobrino y era, de repente, como volver a ver a Salarrué.
Grande es el parecido de don Rodolfo Arrué con su tío y similar el aura de serena simpatía. Y ahora voy a sus recuerdos, y él cuenta sin parar, y va extrayendo fotos y mostrando pinturas del artista.

En 1939, el niño Rodolfo coincidió en el Colegio Bautista con las hijas de Salarrué y fue compañero de clases de María Teresa (Maya) en cuarto grado.

Salarrué llegaba a dejar y a buscar a las niñas cada mañana y cada tarde, pues los escolares iban a almorzar a sus casas. La suya estaba cerca y llegaban a pie a través de manglares y guayabales.

No sabía el pequeño Rodolfo quien era Salarrué, pero él si sabía quién era él.

-¿Eres hijo de Alejandro? –le preguntó y añadió: Soy tu tío Salvador.

Alejandro era primo del escritor y habían sido muy unidos. Supo Salarrué que el niño vivía lejos y llegaba caminando a la escuela.

-Te voy a invitar a un almuerzo que va durar tres años –dijo.

Desde entonces el pequeño fue comensal habitual donde sus tíos, Salarrué y Zelie, que resultaron ser también sus padrinos de bautismo.
Ahí tuvo ocasión de jugar ping-pon con los grandes artistas e intelectuales de la época, Serafín Quiteño, Alberto Guerra Trigueros, José Mejía Vides... Ahí conoció asimismo a Claudia Lars.
Salarrué y sus hijas eran vegetarianos, pero Zelie y el pequeño siempre tenían un pedazo de carne en el plato. ¿Qué Salarrué siempre estaba apurado de dinero? ¡Qué va! Siempre decía:

-Dios proveerá.

Rodolfo admiraba un reloj de bolsillo que Salarrué llevaba.
-Tío, cuando cambie de reloj regáleme ese.
-Me han prometido comprarme este cuadro. Si lo vendo, te compro uno.
Se vendió el cuadro. Tenía Salarrué uno de aquellos carros enormes de aquellos años y un chofer que era más bien un amigo, y lo llevó a una tienda elegante donde escogió el que quiso. También le compró ropa y compró abundante material de pintura y regalos para su esposa y sus hijas hasta armar cuatro considerables paquetes.

-Tío, ese cuadro lo vendí yo.

-¿Y por qué?

-¡Si viera cómo le he rogado a Dios que se vendiera!

A la madrina no le pareció tan bien el asunto. Debían tanto en la tienda… Salarrué le dio dos billetes, pero no alcanzaba ni para la mitad. En realidad, no importaba. La tendera les daba fiado porque los quería y si les aceptaba dinero era para que no dejaran de llegar.
La casa había un árbol grande, un conacaste, quizás. Sus raíces enormes dañaban el suelo y levantaban las tuberías. Salarrué se negaba a cortarlo y la familia se fue retirando a los cuartos del fondo.

Para aquellas fechas “mamá Tere”, la madre de Salarrué, tenía una bonita costurería en la avenida España, no era tan pobre como después se dijo. Además Salarrué, jefe de redacción del periódico Patria le regaló una casa.

En vacaciones la gran familia iba a casa de Rafael Arrué, hermano de mamá Tere y abuelo de Rodolfo, y eran tendaladas de primos jugando por todos lados. El ánimo regalón de Salarrué le venía de familia. El abuelo Rafael llegó a tener hasta ochenta vacas y regalaba a los lugareños la mayor parte de la leche.

Una vez Salarrué se acercó a la escuela en hora de clases.

-Tío ¿viene a buscar a las niñas?
-No, a vos te vengo a buscar. Andá recogé tus libros.
Sacó al cipote por encima del barandal y fueron a pasar tres días a la finca del abuelo.
-Tío, cuando regrese el lunes a clases ¿cómo voy a hacer?
-No te preocupés, yo ahí voy a estar.

Y estaba el lunes a la entrada. La directora esperaba al pequeño con la cara larga.
-¡Con vos quería hablar!
Pero antes habló Salarrué con ella, en privado, y era querido por la directora y todas las maestras. No llamó al niño después la directora.

De aquel tiempo le queda a don Rodolfo un retrato que le hizo su padrino. Aparece ensimismado. Ondas concéntricas azules y violetas se expanden en torno suyo.

El Salarrué místico, dado a disciplinas esotéricas, se revela ahí, pues afirmaba ver el aura de las personas. Pero de eso hablaremos en otra ocasión.

SALARRUÉ,
En la memoria de Ricardo Lindo:
El último señor de los mares II

Las anécdotas que rodean a Salarrué son abundantes, extrañas con frecuencia, rozando los ámbitos de lo imposible. Él mismo contaba algunas con tal candor que era imposible no creerle, pues aquel gigante de voz pausada y grave tenía una infantil mirada azul que desarmaba. Como algunas me constan, daré por ciertas todas, sean verdaderas o fruto de su imaginación o de las imaginaciones que lo acompañaron.

Lunes 5 de noviembre de 2007
Segunda entrega
redaccion@centroamerica21.com
Los mitos rara vez se hacen visibles

La primera vez que lo vi yo tenía trece años. Acabábamos de regresar de Sudamérica y visitábamos el mar. Hugo Lindo había sido embajador de El Salvador en Chile y Colombia. Por esta razón la familia había permanecido casi ocho años fuera. Por la misma, El Salvador era para mí un país de leyenda. Y esa mañana, en la playa, conocí a uno de sus personajes míticos, Salarrué. Ya lo había leído y lo admiraba. Me quedé contemplándolo con asombro, pues los mitos rara vez se hacen visibles. Más tarde, el viejo le comentó a Hugo Lindo la satisfacción que había tenido al verse contemplado así por un niño.

La última vez que tuve contacto con él fue el año pasado, a más de tres décadas de su muerte.

Me habían llamado de MARTE, el Museo de Arte de El Salvador, para encargarme organizar la exposición de sus obras pictóricas. Aquello me encantó. Pero, después de las reuniones iniciales con los responsables del Museo, me sentí descorazonado. Sentí que se pretendía algo muy burocrático, totalmente ajeno a su espíritu y a mi instinto. Entonces escuché su inconfundible voz pidiéndome: "No, no lo dejes".

Roberto Galicia, el director de MARTE, también había percibido mi desazón y tuvo una idea genial: organizar la muestra pictórica alrededor sus cuentos, a manera de ilustraciones. La mesa directiva aprobó de inmediato y me lancé a la tarea.

Si bien acudí a varios de sus textos para el montaje, tomé fundamentalmente como guía una de sus obras de juventud, O' Yarkandal. Es el único libro suyo que él ilustró y quizás el más bello. Él mismo ha de haberlo sentido así, pues cuando, para homenajearlo con motivo de sus setenta años el gobierno de El Salvador le propuso reeditar una de sus obras, escogió O' Yarkandal y completó las ilustraciones. De esa serie sólo se exhibieron algunos bocetos, pertenecientes al Museo de la Palabra y la Imagen, (MUPI), copatrocinador de la muestra. Conseguimos bastante obra, pues fue abundante su producción, y la exposición incluyó incluso una de sus esculturas, mucho más escasas que sus pinturas, pero no hallamos ninguna de esas acuarelas.

Pero el caso es que al abrir ese libro y ver el mapa de Dathdalía, el fantástico imperio sumergido donde suceden esas historias fantásticas, encontré un río llamado R. LINDO. Reparé en eso y releí. Era un error de mi parte. Es R. LING. Pero se lo mostré sin decirle nada a un amigo que estaba junto a mí y exclamó:

¡Dice R.LINDO y está con tu letra!

Sus mayúsculas manuscritas, en efecto, son muy similares a las mías

Las leyendas marítimas del soñador Euralas

En ese libro de juventud, según cuenta Salarrué en el prólogo a la segunda edición, él encontró dentro de sí a Euralas Sagatara, el yo interior y creador al cual se debía, emperador del continente subacuático, donde muchas son las razas y las lenguas y las tradiciones. El título, O' Yarkandal, proviene del idioma bilsac, una de las lenguas imaginarias de aquellas tierras, y su traducción es incierta. El viejo Salarrué se sorprendió al ver en su trabajo de juventud esos idiomas con reminiscencias árabes, griegas, hindúes, chinas, lenguas que no estudió jamás.

No obstante, desde antes de descubrir a Euralas, su misterioso alter ego, el joven Efraín Salvador Salazar Arrué sabía que su destino era el arte. Por ello, adolescente incapaz de costearse los estudios correspondientes, se arrojó a las olas con la intención de ahogarse. Lo sacaron a tiempo y un elegante señor que estaba en la playa pidió ver al muchacho. Lo condujeron a él chorreando y sin zapatos. El señor era el presidente de la república. A l saber las razones de su desconsuelo le otorgó una beca para estudiar pintura en Washington y le regaló dinero para un par de zapatos.

Nadie compraba pintura, menos aun las cosas "raras" que él hacía

Y fue allá y estudió en Corcoran, una prestigiosa academia. Su regreso fue menos promisorio. Nadie compraba pintura, menos aun las cosas "raras" que él hacía. Desesperado, puso un anuncio en el periódico ofreciendo pintar de gratis a quien le ofreciera los materiales. Nunca, en vida, fue muy reconocido como pintor. Lo fue en cambio como escritor, lo cual provee de honras pero no de dineros, y menos en aquel entonces.

Visitaba con frecuencia nuestro artista a las jóvenes Lardé cuando vio que una faltaba. Estaba en el hospital. Enamorada de Salarrué, se había cortado las venas al ver que este ni siquiera se daba cuenta. Pero Salarrué no deseaba que nadie sufriera por su causa, así que se casó con ella. Dos suicidas fallidos procrearon tres hijas y llegaron a viejos viviendo no siempre felices, pues él amó a otras mujeres en la ruta, aunque nunca la abandonó. Pero él era un místico hedonista y no pensaba que eso fuera culpable, ni Zélie lo pensaba.

Mi madre suele decir que él y la pintora Zélie Lardé, su esposa, "no eran gente de este mundo", y recuerda que una vez fueron con mi padre a su casa y vieron en la sala la foto de Eleonora, la amante norteamericana del escritor. Salarrué explicó que era "una amiga que tenía en Nueva York" y añadió que deseaba que viniera al país. Zélie procuraba disuadirlo diciendo que cómo iba a invitar aquí a esa señora, que no veía lo deteriorada que estaba la casa.

Era esa casa ya no deteriorada donde hoy está la Casa del escritor, en los Planes de Renderos cerca de la iglesia

Salarrué fue reconocido como el autor de los campesinos Cuentos de barro, pero esa obra espléndida de inspiración planetaria, O' Yarkandal, se quedó entre las algas y los corales en algún cofre de un palacio del continente perdido.

Puedo jactarme de ser quien la devolvió al presente. Cuando se seleccionaron los primeros diez libros de la Biblioteca Básica Salvadoreña de la DPI, formaba parte de la comisión editorial, y por insistencia mía se situó ese libro en vez de Cuentos de barro, cuya belleza no he de negar tampoco. Y luego estuvo MARTE y pude situar en ese planeta varias de las leyendas marítimas del soñador Euralas.

SALARRUÉ,
En la memoria de Ricardo Lindo:

El último señor de los mares III

También doña María de Baratta, la autora de Cuscatlán Típico, decía "desdoblarse", o sea, su cuerpo astral se desprendía de su cuerpo mortal durante el sueño para vagar por la ciudad u otros espacios de realidad terrestre o aérea. Y, con Salarrué, se daban cita. "Veámonos esta noche en tal parte", decían ante sus respectivos cónyuges. El arquitecto Baratta (el bambino, en el léxico de doña María), y Zélie, la esposa de Salarrué, debían tragarse esas inocentes infidelidades nocturnas. De todos modos, sobre tantas otras, menos incorpóreas infidelidades, debió pasar Zélie el paño del amor que todo lava.

Lunes 12 de noviembre de 2007
Ricardo Lindo
Tercera y última entrega
redaccion@centroamerica21.com

Y quizás valga la pena hacer un paréntesis y hablar aquí de doña María, compositora y pionera del folklorismo, gorda e imponente señora paseando entre las grandes macetas del corredor de su casa del centro, mientras el viento nocturno la acompañaba con su orquesta de grillos. Qué insignificante se miraba ese señor italiano a su lado. Sin embargo, era el "bambino" un arquitecto distinguido, al cual debemos la iglesia de Calvario y varias de las más significativas iglesias de nuestra capital.

No, no tenía que inquietarse esa vez Zélie. Los encantos de doña María eran muy distintos de los de aquellas deliciosas jóvenes que se acercaban a Salarrué, el viejo patriarca que no pensaba pecaminoso aceptar esos dones de la vida

Una tarde oí a Salarrué hablar de uno de sus "viajes astrales" (otro nombre de los desdoblamientos). Se encontró con una amiga en la calle y le dijo:

-Anoche estuve en tu casa

Él nunca había estado ahí, pero le describió la casa punto por punto. La señora, asombrada, lo invitó a visitarla y se la enseñó. Todo era igual a su descripción, salvo un muro del cual colgaba una tijera. La tijera no estaba

-Entonces nada era cierto -dije con impertinencia adolescente y desconfianza volteriana, aunque aun no hubiese leído a Voltaire.

Salarrué ni se inmutó. En ocasiones, explicó, el mundo astral agregaba detalles cuya realidad era otra

Waldo Chávez Velasco contaba otra anécdota. Julia Díaz, la pintora, dueña entonces de galería Forma, sabiendo que Salarrué pasaba una mala racha habló con algunos de sus clientes ricos para venderles cuadros del viejo. Compadecidos, los clientes adquirieron cuadros que quizás ni les gustaban. Entusiasmado ante el inesperado cheque de galería Forma, Salarrué aumentó los precios de sus pinturas. Lo sitúa así más terreno, pero grandioso en su ingenuidad.

"La verdad está en lo increíble".

Una tarde Hugo Lindo invitó a varios escritores. Salarrué se excusó. Estaba mal de salud, dijo, pero de algún modo se haría presente. Ya entrada la noche, mientras los escritores departían, se fue la luz. Mi padre encendió una candela cuya llama comenzó a trazar semicírculos sin que mediara viento alguno, mientras varios perros rodeaban la casa aullando.

Cuando, tardíamente, leí en París O´Yarkandal, envié una entusiasta carta a su autor.

Era la edición de sus setenta años, o sea que aquello ha de haber sido el 71 ó el 72. El 74 vine brevemente al país y lo fui a visitar. Me recibió en el altillo de su vivienda de los Planes de Renderos. Desde ahí se divisaba, allá abajo y distante, el lago de Ilopango. Mirando por esa ventana ha de haber pintado Salarrué el bello lienzo que lo representa, aunque él no soliera copiar la naturaleza sino inspirarse en ella para crear otra aun por venir, o cierta en ese otro espacio que era el suyo. Desde esa ventana caía sobre su caballete la luz dorada de la tarde. Sobre una cama estrecha estaba en yeso el escudo de Euralas Sagatara, el narrador interno, con la inscripción en idioma "bilsac", "Himántara diama xitrán" que significa "La verdad está en lo increíble".
Me dijo que en ese altillo recibía únicamente a sus amigos. Ni su mujer ni sus hijas tenían derecho a entrar, salvo en los momentos de limpieza. Lo sentí como un gran honor, pues finalmente lo había visto pocas veces. Era amigo de Hugo Lindo, claro, pero yo era un joven que había pasado la mayor parte de su vida fuera de El Salvador, aunque para esas fechas fuese agregado cultural de la embajada de El Salvador en Francia. Se alegró de saberme en París y comentó que allá publicaban una muy buena revista, Planeta. Era una revista un tanto fantasiosa y sensacionalista, con artículos donde los ovnis ayudaban a los constructores de pirámides de la antigüedad y donde la ciencia procuraba explicar lo inexplicable. Ningún intelectual francés se hubiese atrevido a decir que leía eso. Pero, viéndolo bien, esos un tanto alocados discursos eran mejor alimento para su imaginario que las heladas elucubraciones que invadían entonces las letras de Francia.

Se quejó de que nadie hubiese reaccionado escribiendo sobre La sed de Sling Bader, su más reciente novela. Ni siquiera había recibido una carta. "Y yo ni siquiera terminé de leer Sling Bader", pensé. ¿Cómo es que situaba descripción tras descripción sin intercalar sucesos? Eran errores que me parecieron inadmisibles. Nada respondí, pero me dolí al ver que no hizo alusión a mi carta sobre O´Yarkandal, a la cual nunca respondió.

Fue la última vez que lo vi. Años después leí Sling Bader y me encantó, pero ya no era hora de enviarle una carta, pues él ya no estaba. Se fue en 1975. Yo regresé en 1978, para ver las grandes marchas entrecortadas de balaceras, los preludios de la guerra. Vivo aquí desde entonces y este país que fue para mí un país de leyenda pasó a ser un país de crudas realidades. Pero, me digo, en los brumosos atardeceres de los Planes de Renderos ha de flotar, de vez en cuando, su inmensa voz en calma.
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JOSÉ JORGE LAÍNEZ,
en la memoria de Ricardo Lindo:

Mister Ikuko, un clásico de nuestra literatura infantil

Contrariamente a lo que pudiera pensarse, no fue mi padre, Hugo Lindo, el primer escritor salvadoreño a quien conocí. De hecho, al primer escritor salvadoreño que conocí, no lo conocí.

Yo oía, por supuesto, a Hugo Lindo leyendo sus versos, a una edad en que no eran capaces aun de interesarme. Vivíamos en Chile, donde él era Embajador de El Salvador. Eran los años cincuenta.

Cada mes llegaba a la embajada un paquete de periódicos salvadoreños. Así los diplomáticos se enteraban de los sucesos del país en una época anterior al fax y a la televisión (esta ya existía, pero no había llegado a Chile) en aquella embajada pobretona, sin presupuesto para el teléfono a larga distancia. Sólo en casos de emergencia extrema el embajador estaba autorizado a comunicarse por radio.

Lunes 22 de octubre de 2007
Ricardo Lindo
redaccion@centroamerica21.com

Tiburcio Telénguez, Nicolasito Pulga y el sargento Mate

Pero quedaban los periódicos y sobre ellos nos abalanzábamos los niños una vez concluida su misión oficial. Lo primero era, claro, los muñequitos. Ya estaban Lorenzo y Pepita y Tarzán. Faltaba mucho para la entrada en escena de Mafalda o la familia Picapiedra. Pero había en las páginas de La Prensa Gráfica otro plato suculento, la historias de Tiburcio Telénguez, detective infalible, más conocido como el Vengador Silencioso, secundado por sus lugartenientes, el sargento Mate y el cabo Nicolasito Pulga, una simpática pareja de idiotas.

Apenas se anunciaba un peliagudo caso, Tiburcio Telénguez desenfundaba su pistola de ciento ocho tiros, abordaba su automóvil que cumplía asimismo las funciones de avión, submarino y buscaniguas y se lanzaba a una desenfrenada aventura. Recuerdo el caso de una fiesta en la mansión del conde Nado, donde se había perpetrado el robo de una joya. Se solicitó a los asistentes que les permitieran registrarlos y una anciana copetuda se resistía con obstinación. El caballeroso y magnánimo detective rehusó registrarla y resolvió el caso a su manera. Cuando, más tarde, sus lugartenientes le pidieron aclaraciones, les hizo saber lo que observó su astuto ojo de lince: la dama se moría de vergüenza pensando que iba a hacerse público y notorio que se había embolsado un pedazo de pastel. Y una vez más rubricó el silencioso Vengador su hazaña con una espeluznante carcajada, mientras se alejaba sin esperar reconocimientos ni recompensas.

Mister Ikuko y el olvidado José Jorge Laínez

Yo había leído ya poemas infantiles de Claudia Lars, que ahora me parecen encantadores y entonces me parecían tontorrones (hay literatura de niños para adultos). Ignoraba, en cambio, por esas fechas, la existencia de los Cuentos de cipotes de Salarrué. Así, el primer autor salvadoreño a quien conocí como tal en mi infancia de ávido lector fue Mister lkuko, el autor de estas narraciones detectivescas.
Mister Ikuko era José Jorge Laínez, jefe de redacción del periódico y catedrático de periodismo en la Universidad Nacional de el Salvador.

José Jorge Laínez nació en San Salvador el 26 de abril de 1913 y falleció en la misma ciudad el 29 de enero de 1962. En su lecho de enfermo corrigió un libro de relatos de terror en su mayoría, titulado Imágenes a la deriva, que publicó la Editorial Universitaria y que salió de prensas tres días después de su muerte. La edición fue cuidada por Ítalo López Vallecillos.

Tiene ilustraciones de la pintora Astrid Suarez y prólogo de Hugo Lindo. Gozaba, como vemos, del aprecio de los intelectuales de la época. Pero, incomprensiblemente, ni él ni ninguno de ellos otorgó importancia a la historias de Tiburcio Telénguez , Vengador Silencioso. Ni él se esforzó en recogerlas en volumen ni nadie se lo aconsejó. Publicó en cambio, también para niños, Sendas de sol, textos con más pretensión y menos vitalidad.

Obras:
Murales en el sueño
Sendas de sol (lecturas para niños), 1952
Imágenes a la deriva, 1962

Es un clásico de nuestra literatura infantil.

Suelen los críticos señalar a José María Méndez y al tan mentado Hugo Lindo, inseparable de mi memoria, como los primeros autores del país en abordar una temática urbana y cosmopolita, y olvidan a Laínez, su contemporáneo. Pero esos cuentos extraviados en las quebradizas páginas de periódicos de antaño son, hasta donde se me alcanza, las primeras narraciones detectivescas de nuestra historia literaria, los primeros relatos con elementos de ciencia ficción, pues se deslizan ya por ahí marcianos en platillos volantes y, mientras Salarrué y Claudia permanecen en casi todos sus textos infantiles en una esfera salvadoreña y rural, José Jorge Laínez hace entrar al mundo en sus líneas. Y si aquellos pintaron encantadoramente la magia de un día ido, los cuentos de Mister Ikuko (o Mistery Kuko, o Mister Ioso), permanecen actuales por su lenguaje y su temática. Y no son menos salvadoreños por eso. Si Tiburcio Telénguez es un gran señor que guarda en todo momento su altura, el cabo Nicolasito Pulga y el sargento Mate se encargan de poner la inevitable cuota de bayuncada que nos corresponde reivindicar a todos los salvadoreños de corazón. Un acto de justicia sería hacer una amplia selección de estos cuentos y ponerla en manos de los lectores novatos.

Justicia para el autor, y justicia para las generaciones de niños a quienes se ha estado escamoteando un escritor ingenioso y divertido que debiera figurar como un clásico de nuestra literatura infantil.

Hugo Lindo destaca su sonrisa y su benevolencia, y señala, casi como un defecto, su humildad, que opacaba su aporte.

Doña Adela Ponce Tenorio, una de las primeras periodistas de la historia de El Salvador, cuenta como don José Jorge la incluyó generosamente en la lista de reporteros de su periódico, cuando ella era una joven estudiante aun y ese era un oficio reservado a los hombres.
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MELITÓN BARBA
En la memoria de Ricardo Lindo

“Médico, revolucionario y escritor”

Corrían los años de la guerra. A los poetas jóvenes (hacedores de versos, con mayor o menor fortuna, siempre han abundado en el país) se fueron sumando las voces de jóvenes narradores y, cosa más curiosa aun, de jóvenes narradoras. Si antes hubo mujeres que incursionaron en la poesía, era en cambio novedoso, salvo raras y contadas excepciones, que incursionaran en el cuento o la novela. Y se dio otro caso curioso, el de un hombre que entraba en la vejez, conocido como médico y revolucionario, y que tardía y paralelamente entraba en letras.

Melitón Barba, ese recién llegado, no desembarcaba como un principiante. Sus cuentos revelaban seguridad y originalidad, su prosa era elaborada con acierto.

Lunes 15 de octubre de 2007
Ricardo Lindo
redaccion@centroamerica21.com

Revolucionario por vocación y tradición

Melitón Barba nació en San Salvador el 25 de octubre de 1925. Murió el 29 de junio de 2001 en la misma ciudad. Padeció numerosas veces el exilio, en Honduras (1961), México (1965), Costa Rica (1972-73), México (1976-1977) y Nicaragua (1980-88). Sus primeros cuentos aparecieron en Nicaragua a partir de 1984, cuando él ya contaba, por tanto, 54 años. Su primer libro sale de prensas a sus 59 años.

Su padre era un español de la diáspora, opuesto al general Franco, de manera que nuestro escritor era revolucionario por vocación pero asimismo por tradición. Lo fue en política y en su praxis de galeno, pues se inclinó por las tendencias no ortodoxas de su ciencia.

Lo conocí poco después de la guerra interna. Sus relaciones con mi familia, sin embargo, se remontaban a unas décadas antes de mi nacimiento. Él había sido compañero de mi tío Herbert Lindo, quien falleció, adolescente, en una fallida invasión militar desde Guatemala que pretendía derrocar al general Martínez, intentona en la cual Melitón participó. Más tarde fue amigo de mi padre, quien alcanzó a leer, y apreció, las narraciones de sus inicios.

El caso es que, por alguno dolencia, acudí a Mauricio Marquina, médico naturópata, antropólogo, poeta y ex–condiscípulo mío, quien, tras prescribirme un tratamiento, me remitió donde el Dr. Barba para que, por vía de hipnosis, me curase del execrable hábito del tabaquismo.

Hipnotizado por Melitón

Entrado en carnes y años, bonachón filosofo, me recibió como a un viejo amigo aunque jamás me hubiese visto antes y yo fuese 22 años menor que él.

Su método hipnótico me sorprendió. Mi propio padre fue hipnotista un tiempo y se imponía con una mirada penetrante y un tono imperioso. Barba, en cambio, inducía al sueño con una voz persuasiva y adormecedora. No logró dormirme realmente, aunque sí hacerme entrar en duermevela, e hizo algo extraordinario, lograr que me privara del cigarrillo por casi un mes.

Varios de sus amigos, por otra parte, eran mucho menores que él, como el propio Marquina o el pintor Antonio Bonilla. El arte y las letras suelen borrar las distancias generacionales. Un cuadro de Bonilla se encuentra en la portada de la colección de cuentos Puta Vieja, obra de Melitón. Representa a un pequeño individuo arrodillado ante una mujerona gruesa, con las piernas abiertas y vestida de rojo, cuya profesión se lee en su aspecto. El nombre del cuadro era otro, no recuerdo cual, pero no importa. Toda la gente le llama Puta Vieja.

Con Mauricio y otros colegas, que lo eran doblemente, fundaron una asociación de médicos escritores que existe hasta la fecha. Tuvieron lugar, cuando lo conocí, las llamadas “marchas blancas”, con las cuales los miembros del Seguro Social reclamaban mejores condiciones laborales y salariales. Los organizadores hicieron llegar al Dr. Barba, presidente de la asociación, una carta solicitando ayuda monetaria. Melitón Barba, veterano de manifestaciones que podían terminar en sangre, les respondió en tono de burla haciéndoles saber las carencias de su grupo y solicitando una ayuda para papelería.

Compasión por el sufrimiento humano y la ignorancia

Melitón me contó algunas experiencias de su vida de médico, parecidas a sus cuentos. Por ejemplo, el caso de una pareja que se encontraba de noche en el parque Cuscatlán. Nerviosa, la muchacha tuvo una inesperada contracción que impedía a su compañero salir después del acto. Él se descontroló a su vez y la golpeaba gritándole:

-¡Soltame, puta!

Eso acrecentaba el nerviosismo de la mujer y la contracción en consecuencia. Los guardianes acudieron alertados por los gritos y la pareja fue a dar al hospital. Un poco de relajación inducida por la calma voz del doctor Barba solucionó el asunto.

Contó asimismo el caso de un homosexual pasivo que se masturbó con una botella de Coca-Cola y no conseguía, después, extraerla. Desesperado, hizo a un lado los temores y fue al hospital. El doctor Barba quebró la botella, con lo cual salió el aire comprimido, liberando al paciente.

Estas historias las contaba Melitón sin pizca de malicia, más bien al contrario, con compasión por la ignorancia y el humano sufrimiento de la vergüenza.

Su obra literaria fue una explosión tarda pero fecunda. Sus libros se fueron sucediendo unos a otros, dejando un legado que, por sus dimensiones y su calidad, supera al de muchos escritores.

Yo he sido siempre un inconforme

En "Yo he sido siempre un inconforme", Melitón Barba, entrevistado por Jaime Barba y Ricardo Roque Baldovinos a los setenta y dos años, dice en una de las respuestas:

Volviendo a lo de las vivencias... cuando yo era niño, vivía con mi familia cerca de la Penitenciaría Central y una de las formas de diversión de los niños era visitarla los domingos. Nos dejaban entrar y nos íbamos a platicar con los reos. Pasaba uno al lado de aquellos a quienes llamaban "los rematados", que eran los que ya estaban cumpliendo una condena. Allí había marimba y los reos tocaban la marimba. Para nosotros ir a la penitenciaría era como entrar a un cine... Por entonces, hubo un crimen que impactó a toda la sociedad salvadoreña. Tres delincuentes conocidos como el Pabellón, el Catrín y Magaña asesinaron a un par de ancianos y creo que les robaron un colón porque no tenían más. Aquello fue un escándalo. Estando dentro de la penitenciaría, el Pabellón, que era el principal inculpado, cayó enfermo -con los años, me vine a dar cuenta que lo que este hombre tenía era paludismo- y, ¡cosas inverosímiles, los de la penitenciaría comenzaron a cobrar cinco centavos a los niños y quince centavos a los adultos para ir a verlo. Pabellón estaba acostado sobre una cama, rodeado de todo el público. El hombre se sacudía de los fríos y de las fiebres. Siguió así hasta morir. Pienso que fue una manera de fusilarlo antes de llevarlo al paredón. Entonces ya con los años, levantando recuerdos, me di cuenta que no había escrito un cuento sobre la penitenciaría. Saqué el cuento de estos personajes y sale "el Lecumberri". Bueno... también está inspirado en los burdeles de Puntarenas, en Costa Rica

CUENTOS:
Todo tiro a jon (Managua, 1984)
Cuenta la leyenda que (Managua, 1985)
Olor a muerto (San Salvador, 1986)
Puta vieja (San Salvador, 1era. ed. 1987; 2da ed. 1993; 3era. ed. 1995; 4ta. ed. 2001) Cartas marcadas (San Salvador, 1989)
Hermosa cosa maravillosa (San Salvador, 1991)
La sombra del ahorcado (San Salvador, 1994)
En un pequeño motel (San Salvador, 2000)

RELATOS:
Alquimia para hacer el amor (San Salvador, 1997)

OTROS ESCRITOS:
"El Juramento Hipocrático y la responsabilidad social del médico" (San Salvador, 1963)
Ortopedia y traumatología (San Salvador, 1971)
Enfermedades Cósmicas. Estudio de 25 casos tratados con Acupuntura de Ciática Médica, Neuralgia del Trigémino, Parálisis Facial (Turín, 1975)
"Ítalo López Vallecillos, el político" (San Salvador, 1996)
"Samuel Hahnemann, padre de la Homeopatía I y II" (San Salvador, 1996)
"Los partidos de centro" (San Salvador, 1998)
Diez artistas (San Salvador, 1998)
"Literatura y medicina" (San Salvador, 1998)
"La isla de los hombres solos I y II" (San Salvador, 1999)
"La otra medicina" (San Salvador, 1999)
"Las pasiones y las enfermedades" (San Salvador, 2000)
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ISMAEL G. FUENTES
En la memoria de Ricardo Lindo:

La escuela de San Salvador y los modernistas

Debo volver sobre el artículo dedicado a don Francisco Gavidia a raíz de un trabajo aun inédito, del cual me han llegado ecos. Se trata de una Antología del modernismo en El Salvador (1880-1910) realizada por Ricardo Roque Baldovinos, jefe del Departamento de Letras de la UCA. Ya había recibido por intermedio de mi hermana Astrid algunos textos encontrados por Roque.

Lunes 24 de septiembre de 2007
Ricardo Lindo
redaccion@centroamerica21.com


Sombras devueltas a la memoria

Pues bien. Resulta que don Francisco Gavidia siempre insistió en que el Modernismo, la gran revolución literaria guiada por Rubén Darío, verdadero Bolívar de las letras de América, debiera ser llamado Escuela de San Salvador. Los críticos, y yo los seguí sin cuestionarlos, han insistido en cambio en que sólo la innovación métrica hallada por don Francisco y transmitida a Rubén es rescatable para la historia del Modernismo.

Pero Roque Baldovinos indaga y ve que el asunto va mucho más lejos. Una generación de escritores nacientes sigue en San Salvador las amables locuras de Gavidia y Darío, en cuenta Rafaelita Contreras, la joven salvadoreña que fuera primera esposa de Darío y de la cual enviudó. Y en San Salvador surge la primera generación de poetas modernistas y la estética misma del Modernismo.

Ricardo Roque revisa olvidadas fuentes, El Fígaro (1894-1895, cincuenta y un números) La Juventud Salvadoreña (1889-1897) y La Quincena (1903-1907). Ya están ahí las princesas vagorosas, los exotismos orientales, los cisnes cuyos curvados cuellos interrogan el horizonte, y muy pronto cuatrocientos elefantes caminarán a la orilla de la mar.

Entre esas sombras que Roque Baldovinos devuelve a la memoria se encuentra Ismael G. Fuentes. No lo conocí, pero debí conocerlo, pues se trata de mi abuelo materno, pero murió sin llegar a envejecer. Un ataque cardíaco se lo llevó tempranamente. Había nacido en 1878 y se iba en 1934. El Papa le envió una condecoración póstuma. Hasta poco antes de su fallecimiento dirigía un periódico y una vez un escritor novato, llamado Hugo Lindo, llegó a ver al director por un asunto de poca monta. Fue la única vez que se vieron.

Hugo ignoraba que estaba ante su futuro suegro, don Ismael que ante su yerno póstumo. En el colegio, la muchacha Carmencita Fuentes ni siquiera sabía que Hugo existiera. Hugo Lindo se hubiera emocionado de haber sabido que el director era compañero de primera hora de Rubén y el Maestro Gavidia. Del segundo alcanzó a ser amigo y lo admiró hasta la muerte. Pero la misteriosa vida se reservó todo eso.

Después de la orgía
(Fantasía negra), A Isaías Gamboa
De Ismael G. Fuentes


(…) Había pasado ya el festín; las ricas lámparas despedían luces mortecinas color azulado; sobre las mesas rodaban en horrible confusión las bruñidas copas teñidas con las heces del licor, las músicas habían apagado ya sus sonidos, y a las alegres carcajadas habían sustituido silencio y somnolencia.
Aquella multitud de jóvenes que acaba de dejar el salón hastiada de placer, había sido el galeote de la infamia.

Elma, mi linda prometida, mi musa soñadora, había sido la víctima escogida por mi loca fantasía, y sobre su límpida copa, escancié el amargo licor del primer desengaño, la infidelidad de su adorado Amed.

Era Dioscelinda la culpable de aquel negro crimen; con su boca de labios frescos que repartían impúdicos besos, con sus ojos que eran una llamarada de amor y con sus olímpicas formas que parecían haber brotado del mármol pentélico, al impulso creador del cincel, había fascinado mis sentidos, y ebrio, loco con la belleza de aquella mujer irresistible, había cometido el delito de ser infiel a Elma mi linda prometida.

Sí! yo fui el culpable; yo fui quien la mató.

Y aquella noche al apagarse el último sonido de la morisca guzla de Dioscelinda, cuando ya las ricas lámparas despedían luces mortecinas color azulado, se oyó en el salón un grito de muerte; Elma, la virgen de mis sueños que había expiado mis locuras escondida tras una de las ricas tapicerías de la estancia, había sepultado en su pecho el yatagán que Dioscelinda dejara olvidado en la mesa del festín… ¡Oh Elma, mi linda prometida, vuelve a la vida, ven!

Y Amed, soltando una nerviosa carcajada, tomó de una vez todo el rico chipre que en su copa rebosaba, y una lágrima pura como un diamante líquido rodó en la copa y la bebió también.


La Juventud Salvadoreña
T. VI, N. 1, enero de 1895. p. 26-27.

 

“Los amigos de papá”

El paso de Ismael por la poesía fue breve, pero no es poca cosa contarse entre los iniciadores del modernismo, y su aporte a la cultura nacional fue grande. Diplomático, historiador y periodista, nunca estuvo lejos de las letras y las artes, si bien su formación tuvo lugar en el distante campo de la milicia. (Estudió en Alemania y, andando el tiempo, otro militar de la escuela, Paul von Hindenburg, presidente de la república de Weimar, recibió al embajador Fuentes tratándolo de “colega”. Entonces, por cierto, no se decía embajador sino ministro de la legación de El Salvador).

Antes de ser nombrado en Alemania fue encargado de negocios de nuestro país en España, donde se codeó con diversos intelectuales.
Recuerdo una tarde en que caminaba en Madrid con mi tía Nora, su hija mayor. Llegamos a la calle Ortega y Gasset y ella dijo:
-¡Ah, sí! Aquí vivía. Era amigo de papá.
Varios “amigos de papá” entraron honrosamente en la Historia además del filósofo español, en cuenta el polígrafo mexicano Alfonso Reyes.

Años después de la muerte del Rey Alfonso XIII, otro diplomático, el poeta Raúl Contreras, tuvo ocasión de conversar en Suiza con su viuda, y la reina depuesta le preguntó:

-¿Y Fuentes?


La Academia Salvadoreña de Historia: su legado

Desde Madrid, a iniciativa del abuelo, se fundó la Academia Salvadoreña de la Historia. Era la cuarta en América.

Era conocido su amor por el arte, y por ello el presidente Alfonso Quiñones le pidió comisionar las esculturas de Colón e Isabel que ornan nuestro palacio nacional a un gran escultor español. El abuelo escogió a Coullat Valera, el mismo de la estatua a Cervantes de la plaza España, en Madrid, y del gran monumento a Bécquer en Sevilla. Más tarde, en Alemania, a pedido de monseñor Dueñas, escogió los hermosos vitrales de la catedral de San Miguel.

Como investigador histórico, El Salvador y Guatemala tienen con él una impagable deuda. Él descubrió la crónica del obispo Cortez y Larraz, pieza fundamental para el estudio de nuestro período colonial, como consta en la primera edición del documento.

Una vez lo vi, vivo aunque incorporal. A sus noventa y seis años, estaba falleciendo mi abuela. Los ojos del retrato al óleo en que aparece el abuelo con su uniforme de ministro se iluminaron y sonrió. A muchas décadas de distancia la estaba esperando con ansiedad de novio, y me lo hizo saber de esa manera.

Conservo de él algunos objetos, en cuenta el sombrero de copa y la maleta con que aparezco en una foto reciente que me tomó Sandro Stivella, y que ha tenido un éxito considerable. Los recibí por medio de mi tía Margarita Fuentes de Altschul, a quien quisiera dedicar estas líneas.
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WALTER BÉNEKE
En la memoria de Ricardo Lindo:


Un superministro con carta blanca

En sus años de estudiante en Europa, Walter concibió una sopa genial. Zampaba de todo dentro de la olla y después tenía comida para toda la semana: verduras cocidas, carne cocida, huevos duros y, por supuesto, sopa.

La primera vez que lo recuerdo, allá por 1960, estábamos en la casa del mar de mis tíos. Francisco Altschul, mi primo, y yo, nadábamos en la piscina cuando él se acercó al borde. Respetuosamente me dirigí a él diciendo:

-Walter, usted…
-¿Cómo?
-Usted… –repetí sin comprender.
-Dile tú – me dijo Francisco. En efecto, era lo que deseaba.

Lunes 17 de septiembre de 2007
Ricardo Lindo
redaccion@centroamerica21.com


Nosotros éramos niños y él ya era un joven exitoso (creo que ya era embajador de nuestro país en Japón), y era, en todo caso, el conocido autor de dos piezas de teatro con las cuales comienza y concluye su literatura. Dije que lo trataba respetuosamente y sin embargo me había dirigido a él por su nombre de pila. El hecho es que las circunstancias lo situaban a medio camino entre el mundo de los adultos y el nuestro. Su padre era alemán, de ahí la amistad de sus padres con mis tíos, pues el padre de Francisco era salvadoreño alemán.

El joven dramaturgo era amigo asimismo de mi padre, el escritor Hugo Lindo, pero era mucho menor que él. Los Béneke eran numerosos y Walter era de los mayores, y resulta que su hermana menor, Milita, era como nosotros preadolescente y amiga nuestra. Varios de los Béneke han muerto ya. Milita vive lejos y a sus cien años doña Sarita, la madre, vive aun, con la cabeza lúcida según me han dicho.

Y tú ¿por qué no volviste a escribir?

Años más tarde de esa tarde de la piscina, pregunté a Walter:

-Y tú ¿por qué no volviste a escribir?
-Porque releí lo que había escrito –me respondió.

Sus obras de teatro, no obstante, habían sido acogidas con satisfacción e incluso con entusiasmo por los intelectuales y la gente del oficio.

Funeral Home y El paraíso de los imprudentes fueron representadas en varios países y obtuvieron elogiosas críticas. Pero no hay crítico más severo que sí mismo y el ego de un artista suele ser el más abominablemente sensible.

Recuerdo, a este respecto, lo que dice el poeta francés Saint-John Perse en una de sus cartas: “Nadie puede pensar peor que yo de mis escritos, pero me hiere hasta lo más íntimo cuando alguien dice la mínima cosa en contra de ellos”.

Las obras de Walter Béneke estaban en la línea de los autores existencialistas, tan en boga en esos años cincuenta en que las publicó, y eran buenas sin duda. Pero Walter era tajante y no regresaba sobre sus decisiones. A sus personajes les atormentaba la duda, pero pareciera que a él no. Es un defecto, pues a veces no dudar se parece a no reflexionar y posiblemente eso lo condujo a su prematura muerte.

Pero su ánimo de escritor siguió manifestándose.

En una carta a doña Sarita escribe lo que cada uno de nosotros hubiera deseado decir a su madre: “Todos afirman que tienen la mejor madre del mundo, pero no saben que sólo los Béneke tenemos la razón”.

La efebocracia

Cuando fue ministro de Relaciones Exteriores tuvo lugar la guerra con Honduras, la llamada “Guerra del fútbol”. Al mismo tiempo, Armstrong tocaba la luna con sus gruesos zapatos de astronauta. El presidente Fidel Sánchez Hernández dijo entonces: “¿Cómo es posible que el hombre pueda caminar por la superficie de la luna y un salvadoreño no pueda transitar seguro por las veredas de Honduras?” Esas frases eran de Walter, según contó en un artículo, años después, uno de los más jóvenes funcionarios del ministerio, el poeta David Escobar Galindo.

Porque Walter, quien veía el país como un ser anquilosado que necesitaba urgentemente de sangre nueva, no vaciló en situar en puestos de importancia a varios jóvenes que no llegábamos a los treinta, tanto en el misterio de Educación como en el de Relaciones Exteriores, pues pasó por ambas carteras. Alguien con venenoso ingenio habló entonces de su “efebocracia”.

Pero Walter tenía un ojo bastante seguro, y rara vez se equivocó al nombrar a este o a aquel. Roberto Monterrosa, quien más tarde dirigió la más exitosa Casa de la Cultura de la red del ministerio de Educación, inició su carrera en esas fechas como Director de Publicaciones. Edgardo Quijano pasó a dirigir la Sala Nacional de Exposiciones. “Los tres Robertos”, los pintores Galicia y Huezo, y Salomón, novel director de teatro, ocuparon cargos claves en el naciente bachillerato en Artes, que dirigía una vieja jovencísima y adorable, Magda Aguilar.

El recordado Carlos De Sola, quien tanto valía y tan pronto partió, pasó a ser Director Nacional de Artes. El arquitecto y pintor Salvador Choussy fue nombrado agregado cultural en la embajada de El Salvador en Italia, el novelista José Luis Valle en Inglaterra y similar puesto ocupé yo en Francia… detengamos la lista en el ominoso “yo”.

El hecho es que todos tuvimos alguna significación en la vida cultural del país en las décadas posteriores.

Un juego de indios y vaqueros

Pero, al despreciar instituciones y personas que estaban antes, Walter dio lugar a resquemores profundos. Esto se hizo particularmente sensible cuando impuso una reforma para modernizar la educación. Era necesaria esa modernización, pero no tomó muy en cuenta al magisterio. Cuando los maestros, incómodos por deber aplicar novedades que no entendían y para las cuales no estaban preparados, bloquearon su entrada al ministerio de Educación, Walter entró por el techo en helicóptero.

Para él era un juego de indios y vaqueros. Para ellos, una inaceptable ofensa. Esto fortaleció al sindicato magisterial, ANDES 21 de junio, al punto de constituirlo en una fuerza en la guerra civil que se avecinaba.

Pero la gran labor de Walter, sin duda, fue su apoyo a la cultura. El dio vida al Centro Nacional de Artes, a la Televisión Nacional Educativa, a las Casas de la Cultura, y nunca el arte tuvo tanto apoyo como bajo la égida de ese superministro que contaba con carta blanca por parte del presidente.
Walter Béneke Medina nació en 1930 y murió asesinado a balazos a la puerta de su casa en 1980, sin que el crimen fuese aclarado jamás.

Con El paraíso de los imprudentes ganó los Juegos Florales de San Salvador de 1955. Con Funeral Home, el Certamen Nacional de Cultura de 1959.

De tez fresca, de aspecto siempre juvenil pese a las entradas de calvicie, de modales viriles y un tanto cortantes que mitigaban su sonrisa cordial y su mirada pícara, fue también un pionero en la lucha por las libertades individuales. Él era homosexual y desafió a la muy gazmoña sociedad salvadoreña de aquellos días viviendo con su compañero, sin que nadie osara echárselo en cara.

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FRANCISCO GAVIDIA
En la memoria de Ricardo Lindo:

Un bicho medio loco y un indio Chorotega

Era hace más de cien años. Un adolescente caminaba por las calles de San Salvador con otro adolescente un poco menor que él, un joven nicaragüense. Pasaba un carro y ladraban los chuchos, y las gentes se asomaban a las puertas a ver el curioso artefacto. Una joven de refajo, en la calle polvosa, vendía panes con chumpe y frescos: de tamarindo, chan, cebada y ensalada. Uno de los adolescentes (el que pidió fresco de ensalada) se llamaba Francisco Gavidia. El otro (el del chan), Rubén Darío.

Lunes 10 de septiembre de 2007
Ricardo Lindo
redaccion@centroamerica21.com


No hay que tomar tan a la ligera a los adolescentes, o, por lo menos, no debemos hacerlo inevitablemente. El hecho es que en la inocente conversación de los dos jóvenes se fraguaba la primera y más importante revolución de las letras de América, el Modernismo.

Hablaban de Les Chatiments (Los Castigos) de Victor Hugo. ¿Cómo llegó a San Salvador un ejemplar del poeta francés? ¿Cómo diablos fue a caer a manos de un bicho medio loco de San Miguel que hablaba francés o por lo menos lo leía? ¿Cómo pudo un indito chorotega de Nicaragua recibir la curiosa y delicada sonoridad del río de esos versos? Para quienes no creen en los milagros, es una buena ocasión para comenzar a creer.

Lo que Gavidia explicaba a Darío era una transición en el verso alejandrino que había descubierto al traducir al gran Hugo.


“La floresta de las letras francesas”.

Lo siento, pero si quieren seguir leyendo tendrán que soportar una pequeña lección de métrica, porque hoy ya ni los nuevos poetas saben lo que es un alejandrino. Y no lo digo despectivamente. Algunos son muy buenos sin eso.

Pues bien. Un alejandrino es un verso de catorce sílabas. No basta con amontonar catorce sílabas. Los acentos y las pausas tienen que ir distribuidos de cierta manera. Cuando yo era cipote y hace de eso muchos, muchos años, nos daban de ejemplo de onomatopeya un alejandrino (de Espronceda, si la memoria no me falla esta vez):

“…el ruido con que ronca la ronca tempestad”.

Podrían haberlo dado más bien como un ejemplo de cacofonía.

Lo que Gavidia había descubierto, traduciendo a Hugo, era que se podía hacer un alejandrino donde la cesura se fuera líquida al interior del verso, como en francés. Este es un ejemplo tomado de su traducción:

Yo dormía una noche a la orilla del mar…

En lugar de los brutales cortes de “el ruido con que ronca” vemos que Gavidia los desliza en las vocales: “mía u”, “che a”, “la ori”.

Esta nueva modalidad, retomada y enriquecida por Darío, se encuentra a la base del Modernismo. En su autobiografía, Darío recordará que Gavidia lo inició en “la floresta de las letras francesas”.

En cuanto comparar los méritos de ambos, lo cual parece inevitable, los relaciono con dos personajes hablando en una lejana costa:

- ¡Qué hermoso artefacto ha inventado usted! ¿Cómo lo llama?

- Carabela –responde el segundo- ¿Y usted cómo se llama?

- Cristóbal Colón.

El solitario monólogo


Con todo, si vemos la obra de ambos en la hora actual, la de Gavidia resulta, simplemente, más actual. Una escritura, en términos generales, más despojada, una ficcionalización de la historia hoy tan en boga, y momentos de repente, tan altos, que hablar de genio no es aventurado. Al trabajar nuestra historia y nuestras leyendas funda la literatura patria, pues lo anterior a él ni tiene su altura, salvo casualmente, ni se plantea con una intención tan claramente nacional.

Avanzando la edad, los trabajos gavidianos se vuelven muy cargados de erudición y confusos. Muy solo en un país que lo honraba sin comprenderlo, hundido en su solitario monólogo, quizás había enloquecido.

Supuestamente debo hablar en esta sección de autores a los que conocí y a don Francisco no lo conocí. Pondré entonces una anécdota que de algún modo nos relaciona.

Hará unos quince años yo dirigía la Escuela Nacional de Teatro y encargué al director de teatro Fernando Umaña la puesta en escena del Júpiter de don Francisco Gavidia con el conjunto de profesores y alumnos. Pero, sintiéndola muy extensa y narrativa, quise abreviarla. Fernando se opuso y la montó tal cual. La obra pasó a escena admirablemente y fue un éxito, tanto artístico como de público. Si no se pudo mantener mucho en escena, fue porque la Escuela salía de vacaciones y ya era imposible mantener unido el elenco.

La obra, verdaderamente hermosa, retoma la leyenda del padre Delgado tocando las campanas de la independencia mientras Júpiter, su esclavo, pasa a ser un símbolo de la libertad del pueblo.

La incierta fecha de nacimiento de don Francisco se sitúa alrededor de 1863. Muere en San Salvador el 22 de septiembre de 1955. Practicó todos los géneros literarios.

Rubén Darío le dedica un extenso poema titulado A FRANCISCO ANTONIO GAVIDIA (Poesías Completas, Aguilar S. A. de Ediciones, Madrid, España, 7ª. Edición, 1952, Págs. 193 a 198). Al concluirlo, le dice:

Gran poeta es Gavidia. Este volumen
Hoy lo presenta ante el inmenso campo
De la crítica y dale nombre y fama,
Grandes y merecidos. Que fecundo
Sea su estro magnífico y soberbio,
Y veamos otros libros y otros y otros
Como este que admiramos. Yo le envío
Al amigo un saludo con afecto
Al par que orgullo, y al autor glorioso
La admiración y aplausos de mi patria
Que se siente también, como la suya,
¡Honrada y satisfecha por el triunfo
De un Centro-americano!


Algunas de sus obras son:

Versos (poesía), 1885.
Ursino (teatro), 1886.
Júpiter (teatro), 1889.
El Encomendero 1901.
Historia Moderna de El Salvador, 1917.
Cuentos y Narraciones, 1931

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MARIO HERNÁNDEZ AGUIRRE
en la memoria de Ricardo Lindo

“Come curas, ateo y burlón”

Mario fue amigo de Hugo Lindo y después amigo mío. Su edad lo situaba a medio camino entre ambos. Pero, más aun, fue mi padre adoptivo en la década que me tocó vivir en París, de 1968 a 1978.

Lunes 3 de septiembre de 2007
Ricardo Lindo


“Mario era ministro consejero de la embajada de El Salvador en París cuando, en ausencia del embajador, tuvo que entrevistarse con el ministro de Relaciones Exteriores de Francia.

Debió hacer antesala en uno de los elegantes salones del ministerio, que dan a las aguas majestuosas del río Sena. Lo atendió, mientras tanto, un edecán que le enseñó un enorme y complejo aparato de oro con rueditas dentadas y ángeles con arcos decorados de joyas, y con otra rueda que figuraba las constelaciones.

- ¿Sabe qué es esto?- preguntó el ceremonioso funcionario. Era un reloj que había pertenecido a Luis XIV, el Rey Sol, pero Mario no lo sabía. Lo que tampoco sabía el funcionario era que Mario Hernández Aguirre, estudioso de la literatura, poeta y cuentista, tenía respuestas que inventaba con velocidad.

- No lo sé –dijo Mario- pero me recuerda un aparato que tenemos en la cancillería en San Salvador, sólo que el de nosotros es más grande.

Claro que en El Salvador nunca hubo un instrumento semejante, cuyo precio equivaldría al presupuesto de la nación por varios años. Como sea, el edecán debió tragarse su orgullo.

Un automóvil como hogar

Luis Gallegos Valdés, en su Panorama de la Literatura Salvadoreña (tercera edición, UCA EDITORES, San Salvador, 1981) da los datos y apreciaciones siguientes: “Mario Hernández Aguirre nació en San Salvador el 10 de enero de 1928. Hijo del escritor Félix Antonio Hernández. Hogar pobre y religioso, lo que le infundió miedo que ha reflejado en su manera de ser y escribir. Su educación en colegios religiosos produjéronle escepticismo y predispusieron su ánimo contra cualquier idea religiosa. Estudia Derecho en la Universidad de Chile, Letras y Filosofía en la Universidad de Buenos Aires, Ciencias Políticas en la Universidad del Litoral, Santa Fe, República Argentina”. En el ejemplar del Panorama que tengo a mano hay una anotación de Hugo Lindo al final de las líneas de Gallegos Valdés. Es una crucecita seguida de una fecha: Santa Ana, 27 Nov/84.

No sé de donde saca don Luis lo del miedo. Creo que todos lo recordamos como el descarado imaginativo capaz de cualquier cosa por un buen chiste. Pero ese come curas, ateo y burlón, se persignaba subrepticiamente al levantarse, según me contó Carmen, su viuda.

Mario fue amigo de Hugo Lindo y después amigo mío. Su edad lo situaba a medio camino entre ambos. Pero, más aun, fue mi padre adoptivo en la década que me tocó vivir en París, de 1968 a 1978. Cuando llegué, él vivía pobremente de artículos y negocios ocasionales y en su apartamento se comían sólo espaguetis, pero no faltaba el vino, aunque no fuese el de mejor calidad. Contaba haber pasado una época peor, en la que vivía en un automóvil. Para que sus “enemigos” no se dieran cuenta en San Salvador de su mala situación, daba como dirección la de unos baños públicos en una calle parisina. Llegaba justo antes que el cartero, lo esperaba a la entrada, le preguntaba si tenía correspondencia para él, se embolsaba las cartas y entraba a darse una ducha.

Una noche me llegó a buscar a la Ciudad Universitaria. Estaban a punto de destruir Les Halles, el antiguo mercado de París para erigir en su lugar un extraordinario centro cultural, el Centro Pompidou, y esa noche los comerciantes hacían su fiesta de despedida. El lugar estaba abarrotado por los capitalinos. Bailaban los carniceros con las verduleras sobre los camiones cargados de mercancías, tocaban música los policías y los mendigos, y preparaban las cocineras su última “soupe à l´oignon”, su célebre sopa de cebollas con queso de la cual comimos dos suculentos platos.

Su excelente ensayo sobre Francisco Gavidia fue premiado en el Certamen Nacional de Cultura y publicado por nuestro ministerio de Educación. Mario se incomodó al revisar el volumen.

- Mirá que brutos, han quitado todas las citas en griego.
- Pero Mario ¿y vos sabés griego?
- ¡Claro que no! Pero... ¿y todo el trabajo que me tomé copiando letrita por letrita?
Tenía una particular unidad monetaria. Si le decían “tal edificio costó un millón de dólares”, calculaba:
- ¡Imagínate! ¡Como diez mil cajas de Chivas Regal!

Más adelante, cuando su situación se tornó de precaria a francamente bonancible, el buen licor escocés no faltó en su casa. Cuando se acercaban las siete de la tarde decía:
-Ya va siendo la hora.
Era hora de ir sacando el hielo y acomodándolo en los vasos. Si era un poco más tarde y el “guaro” escocés reposaba aun, exclamaba:
- ¡Apurate! ¡Nos hemos pasado quince minutos!

Ya era otro apartamento, uno con vista al río y, mejor aun que el mentado ministerio, a la catedral de Nuestro Señora, aquella donde todavía ha de vivir el mítico Cuasimodo. Grandes escritores y artistas llegaban con frecuencia a su hogar, al de Mario, quiero decir.

Él es el “simpatiquísimo diplomático salvadoreño” De la Amigdalitis de Tarzán, novela del autor peruano Alfredo Bryce Echenique, cuyo personaje principal es nuestra compatriota Ana María Dueñas y en casa de Mario (fui testigo) tuvo lugar aquella fiesta que describe Alfredo donde Ana María se pasó toda la noche confundiendo al compositor dodecafónico Raoul de Verneuil con don Miguel Ángel Asturias.

Una vez regresaba Mario de un entierro y encontró un amigo en su ruta. Al verlo de negro, el otro lo interrogó con la mirada.
- Vengo de asegurarme de que entierren al coronel Fulano -respondió.

Una señora de la alta sociedad salvadoreña que llegó de visita a Francia le preguntó:
- Mario ¿a qué hora se acuestan los franceses?
- Depende con quién –se apresuró a contestar.

Cuando, años más tarde, Mario Hernández Aguirre, embajador de El Salvador ante la UNESCO, regresó a Santa Ana a morir, lo fui a ver. Me invitó a un whisky, por supuesto, y contó que el médico le había dicho que bebiera si se le daba la gana, pero ya no se le daba. Pensé echarlo a chiste y decir algo así como “A pues sí es grave esa babosada”, pero opté por callar. Esa babosada era cáncer y Mario se fue poco después, terrible y jodión, a hacer más divertida la vida de los habitantes del más allá.

Obra editada:
Abandonado al Alba, Argentina, 1951; Litoral de Amor, Argentina, 1952; Esto se llama Olvido, Argentina, 1953; Cuentos de Soledad, Argentina, 1952; El Mar sin orillas, Argentina, 1954; La vida es un Cielo Cerrado y otros Cuentos, Barcelona, 1961; Del Infierno y del Cielo, El Salvador, 1971; La Literatura y los Cambios Sociales en Centro América, Argentina, 1951; Minotauro y Esperanza, Argentina, 1952; Medio Siglo de Poesía Salvadoreña, El Salvador, 1957; Gaviria,(Premio Certamen Nacional de Cultura de El Salvador),
El Salvador, 1968; Visión Sintética de la Narrativa Centroamericana, España, 1968.

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ALVARO MENEN DESLEAL
En la memoria de Ricardo Lindo:

Extravagante, divertido y perverso

Álvaro Menéndez Leal (o Menén Desleal como el dio más tarde en firmar) es uno de los seres más extravagantes, divertidos y perversos que me haya sido dado conocer. Se llamaba genio a sí mismo, y creo que no estaba muy lejos de la verdad.

Lunes 13 de agosto de 2007
Por Ricardo Lindo


A comienzos de los años sesenta él y José María Méndez llegaban a casa de Hugo Lindo, en Santa Tecla, a leer los libros de cuentos que estaban escribiendo para participar en el Premio Nacional de Cultura.

Soy hijo de Hugo Lindo, de modo que esa casa era también la mía, y con mi madre y mis hermanos asistíamos a esas lecturas. A nosotros nos tocaba actuar de “secretarios alcohólicos” como decía mi padre, pues esas sesiones solían acompañarse de un bondadoso líquido escocés.

Los tres escritores eran muy ingeniosos, de modo que ahí la risa era continua.

El tono de Chema era el de un autor costumbrista, de elegante castellano, con un humor a ratos un tanto grueso. El de Álvaro era un humor poético, refinado y ligero, pues también era humor, vertido en cuentos muy breves en los cuales era sensible la huella de Franz Kafka y Jorge Luis Borges. Su ejemplo me indujo a mi vez a expresarme en cuentos breves.

Álvaro y Chema ganaron un segundo premio compartido en el año 1962.
La decepción de Álvaro fue grande. Estaba seguro de obtener el primer premio para él solo y creo que realmente lo merecía. Y el dinero que pensaba ganar ya se lo había gastado...

Un controversial prólogo de Borges

Su libro era Cuentos Breves y Maravillosos y tiene un falso prólogo de Borges, muy elogioso. Lo había hecho recortando frases del escritor argentino y arreglándolas como comentarios a sus cuentos.
Salarrué, quien fue uno de los jurados, me dijo después: “Creyó que el prólogo de Borges nos iba a impresionar, pero no fue así”. Sólo entonces entendí que lo que había hecho Álvaro no era muy ético.

No hice partícipe a Salarrué de lo que sabía. Más tarde defendió Álvaro su prólogo diciendo que era el primero de los cuentos del volumen.

El asunto llegó más lejos. Trabajaba en la Dirección de Publicaciones (hoy DPI.) el crítico guatemalteco Alfonso Orantes, quien acusó de plagio a nuestro autor. De hecho había tomado de la antología cuasi homónima de Borges, Cuentos Breves y Extraordinarios, dos cuentos chinos y los había maquillado presentándolos como propios.

Jorge Luis Borges era aun un autor de minorías, no llegaba al gran público e incluso entre los intelectuales era poco conocido en nuestro medio. Creo que eso sirvió para darlo a conocer.
Se armó polémica en los periódicos. Álvaro defendió airadamente su derecho a plagiar en diversos artículos. Recordó que el concepto de originalidad que manejamos es reciente, que no tenía obstáculos Shakespeare en servirse de fábulas que le precedieron. Recordó al poeta romano Virgilio, cuando, acusado de haber plagiado a un poeta poco conocido, llamado Ennio, dijo: “Yo he tomado perlas de la mierda de Ennio”.

Creo que esas páginas de Álvaro debieran rescatarse, que figuran entre lo mejor de su literatura.
Quisieron que Borges se pronunciara. No lo hizo. Salarrué hizo un artículo justificando al joven cuentista. A fin de cuentas se había contado entre quienes lo premiaron.

Varias veces después fue acusado de tomar páginas ajenas. Alguien le mostraba ingenuamente un trabajo y después lo encontraba publicado con mejor estilo, pero firmado por él. Pero, realmente, lo que tomaba entraba con naturalidad en la cristalina esfera de su expresión.

Un round de boxeo y una petición de mano

Creo que él se creía con derecho a hacer lo que hacía. Estimaba ser un genio, como dije, y abundaba en desplantes a lo Salvador Dalí. Un genio tiene, pensaba, tiene derecho a hacer lo que se le de la gana.

Una vez retó a un “match” de boxeo al presidente de la república, que era Molina, si mal no recuerdo. Instaló un cuadrilátero en público donde él estuvo solo dando puñetazos al aire. El presidente “no se atrevió” a aceptar su reto.

Se casó un número relativamente considerable veces. Una de sus novias fue la entonces adolescente Claudia Herodier, poeta, hija de la actriz Julia Herodier que era esposa del director de teatro Edmundo Barbero. Menéndez Leal se acercaba a los cuarenta y llegó muy elegante a pedir la mano de la joven. Julita lloraba incesantemente y Claudia espiaba tras la puerta mientras su padre adoptivo, don Edmundo, recibía al novio con la cara larga. El rechazo fue terminante. El resto de la tarde, animadamente, don Edmundo y Álvaro se quedaron hablando de teatro.

Una vez envió una carta a mi padre donde terminaba enviándole “una afectuosa pedrada”.

Un teatro que nunca se llamará Alvaro

Cuentista, poeta y dramaturgo, Álvaro dejó a pesar de todo una obra verdaderamente apreciable. Nació en Santa Ana el 13 de marzo de 1932 y falleció en San Salvador el 6 de abril de 2000.
En la exposición póstuma de Borges que circuló por Europa, figuraron los Cuentos Breves y Maravillosos de nuestro autor. Tardíamente leyó el libro Borges y sintió que hubiera merecido que el prólogo fuera verdadero.


Perteneció Álvaro a la llamada Generación Comprometida junto con Manlio Argueta, Roque Dalton, Roberto Armijo y otros.

Viajó por muchas tierras. Fue profesor de literatura latinoamericana en Francia y director de los teatros nacionales de El Salvador.

Publicada por vez primera en 1964, su obra teatral LUZ NEGRA se ha montado en muchos países y en variados idioma

Próximo a presentarse ante el Juez supremo en el cual no creía, exigió que pusieran su nombre al teatro nacional de su nativa Santa Ana. Como no le hicieron caso, prohibió que se lo pusieran tras su deceso.

Fue un gran conversador. Si Dante escribiera su Comedia ahora, le dedicaría una página a una buena conversación con él en alguna negra mansión del Purgatorio.

Citemos entre sus obras

La llave (San Salvador, 1960),
Cuentos breves y maravillosos (Premio Nacional de Cultura 1962, publicado por la Dirección General de Publicaciones en 1963),
Una cuerda de nylon y oro (Dirección General de Publicaciones, 1964), y
La ilustre familia androide (Argentina, 1968).

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CLAUDIA LARS
En la memoria de Ricardo Lindo

“Esto fue de cuando estuve enamorada de…”

¿Por qué quieres vivir vida divina
si de la humana forma estás vestido?
¿Acaso el mismo Dios no se adivina
tras de la oscura puerta del sentido?

Así interrogaba Claudia Lars a un amante que no fue, en uno de sus Sonetos A Un Místico. Porque Claudia Lars, alabada por sus poemas infantiles, fue también una apasionada amante y una pionera.

Margarita del Carmen Brannon Vega conocida con el seudónimo literario de Claudia Lars

No sólo fue una de las primeras mujeres en consagrarse a las letras, que eran, cuando ella comenzó, coto privado de los hombres, sino que además se anticipó a su tiempo destruyendo esquemas y atacando prejuicios. En su visión, el amor corporal no tenía por qué ser ajeno al amor espiritual ni al amor a Dios, y eso parecía terrible que lo dijera una mujer en aquel momento. Pero los amores que tan bellamente cantó la defraudaron uno tras otro.

Recordaba mi madre haber asistido a una lectura de poemas de Claudia cuando la poeta (es al parecer de mal tono decir poetisa en nuestros tiempos) estaba casada con el escritor guatemalteco Carlos Samayoa Chinchilla. Sentado en primera fila y sosteniendo un ramo de rosas, don Carlos escuchaba pacientemente a su esposa decir: “Esto fue de cuando estuve enamorada de Salomón de la Selva…esto fue de cuando estuve enamorada de Salarrué… esto fue de cuando estuve enamorada de…”

Esos amores habían sido intensos y verdaderos, pues de otro modo tan bellos versos no hubieran brotado de sus manos, y verdadero fue su amor por don Carlos, a quien escribió uno de sus mejores sonetos:

“No es golondrina no, la que ha venido
al cielo de este cielo cotidiano.
Porque viene del frío más lejano
sabe escoger la tarde de su nido…”
Creía Claudia haber encontrado en él a su pareja definitiva, aquella que el cosmos le deparaba. Ella se acercaba a los cincuenta años y había vivido muchas experiencias. Venía del frío más lejano, el de las ilusiones apagadas, y por ello podía con cautela y sabiduría escoger, bajo el cielo cotidiano, el íntimo cielo del amor compartido. Eso creyó, al menos. Más tarde se divorció de Carlos Samayoa Chinchilla, contra quien guardó agudos rencores.

Carmen – Claudia

Margarita del Carmen Brannon Vega más conocida por su seudónimo literario de Claudia Lars, nació en Armenia el 20 de diciembre de 1899 y murió en San Salvador el 22 de julio de 1974. Armenia pueblo de magia campesina del departamento de Sonsonate, desde donde se veían los perpetuos estallidos luminosos del volcán de Izalco, vio entonces jugar en sus calles a la futura Claudia Lars con otra niña del lugar, la pequeña Consuelo Suncín, quien andando el tiempo llegó a ser la esposa de Antoine de Saint-Exupery, escritor francés autor de un libro célebre, El Principito. Gran poeta, Claudia recordó más tarde esos días en su único libro en prosa Tierra de Infancia.

El padre de Margarita del Carmen, Patrick Brannon, era un ingeniero norteamericano de origen irlandés y su madre, Carmen Vega Zelayandía, era salvadoreña. La poeta asume las dos mitologías que fluyen por su sangre, duendes de la lejana y brumosa Irlanda y espíritus silvestres de nuestro campo, que alía al catolicismo ingenuas supersticiones.
Cuando Carmen llegó a la adolescencia, sus compañeras le preguntaban si tenía novio. Ella recortó la foto de un joven desconocido, la enmarcó en un medallón y la mostraba como la foto de su novio.

Una tarde, viajando en un tren, Carmen vio a un hombre al que reconoció y se acercó a hablarle. Era el gran poeta nicaragüense Salomón de la Selva y era su imaginario príncipe azul de la fotografía. Salomón se admiró de esa joven audaz e inteligente, y un amor creció entre ambos. Salomón la hizo leer y la inició en la poesía anglosajona. Los padres de la niña se indignaron. ¿Cómo ese hombre que pasaba de los veinticinco, veterano de la primera guerra mundial, se iba a relacionar con su niña? Para apartarla de esa pasión que desaprobaban la enviaron a los Estados Unidos, donde unos parientes en Pennsylvana, lo más lejos posible del temible individuo.

Otra tarde se hallaba Carmen-Claudia sentada reflexionando en una playa de aquel país cuando se acercó una dama norteamericana y la interrumpió festivamente preguntándole si esperaba un “flirt”. No, respondió la joven, espero el amor. A la señora le encantó la respuesta y la invitó a su casa. Y Carmen terminó casándose con el hijo de la dama del mar.

Su marido fue nombrado cónsul de su país en el nuestro y con el regresó en 1927 a San Salvador. En esta ciudad se sumó al grupo de escritores que se congregaban en torno al poeta Alberto Guerra Trigueros. Entre ellos se encontraban los jóvenes Serafín Quiteño y Salarrué, junto a un ya maduro Alberto Masferrer.

No duró largo tiempo el matrimonio, pero le dio su único hijo, Roy Bierce, para quien escribió poemas infantiles de una transparente belleza.

En 1948 fue nombrada agregada cultural en Guatemala. Fue entonces cuando conoció a don Carlos. A su regreso a El Salvador entró a trabajar a la Dirección Nacional de Publicaciones, donde dirigió la Revista Cultura casi hasta su muerte. Obtuvo varios premios y fue objeto de varios homenajes.

Falleció de cáncer tras muchos sufrimientos. Antes de irse, escribió:

Si la muerte me llama, iré obediente
dándole el pedacito de mi frente
donde he de hallar descanso bien ganado

Había nacido el mismo año que Salarrué, uno de sus grandes amores, con quien mantuvo una relación no siempre platónica, y partía un año antes que él.

Obras de Claudia Lars

Estrellas en el Pozo, (1934).
Romances de Norte y Sur, (1946)
Donde Llegan los pasos, (1953).
Fábula de una Verdad, (1959).
Tierra de Infancia, (1959).
Presencia en el Tiempo, (1960).
Girasol, (1961).
Sobre el Ángel y el Hombre, (1962).
Del fino Amanecer, (1964).
Nuestro Pulsante Mundo -apuntes sobre una nueva edad-, (1969).
Poesía Última, (1972).

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ROBERTO ARMIJO
En la memoria de Ricardo Lindo

Solo se muere dos veces

Roberto Armijo, viajero inconstitucional

En su sitio web, preparado por el poeta André Cruchaga, su esbozo biográfico señala parcamente:
Roberto Armijo nació en Chalatenango, El Salvador en el año de 1937 y falleció en París, en el año de 1997.

Perteneció al Círculo Literario Universitario; residió en París durante largos años donde ejerció docencia universitaria. Es un importante pilar de nuestra literatura. Escribió ensayo, novela, crítica, teatro, cuento y poesía.

Queda al margen de esas breves líneas el extraordinario personaje que fue Roberto.
Para comenzar, murió dos veces, cuando la mayoría de la gente, hasta donde se nos alcanza, muere sólo una.

Lunes 9 de julio de 2007
Ricardo Lindo, escritor salvadoreño
redaccion@centroamerica21.com

La primera vez era muy joven. Se despertó en su velorio, rodeado de llantos y candelas encendidas. Con razón pudo decir Jorge Ávalos que la mayoría de su obra es póstuma. El poeta padecía de catalepsia, enfermedad que interrumpe todos los signos orgánicos, y le habían dado por muerto.

Unos gritaron y salieron corriendo. Otros se quedaron petrificados en la sala viéndolo resucitar. Su primer gran viaje había sido, ni más ni menos, al más allá. Nada recordaba el poeta de ese hoyo negro, sólo su despertar entre caras que parecieran encogerse y alargarse hasta recuperar la talla standard.

Entre su obra destaca:

Francisco Gavidia, la Odisea de su genio,(escrita junto con José Napoleón Rodríguez Ruiz), Primer Premio República de El Salvador, Certamen nacional de Cultura, 1965;
Jugando a la gallina ciega,(Primer Premio Centroamericano de Teatro, 1969);
Rubén Darío y su intuición del mundo,
El asma del Leviatán,
El pastor de las equivocaciones,
Cuando se enciendan las lámparas,
Los parajes de la luna y la sangre,
El libro de los sonetos,
Poemas europeos (antología).


A l regresar de la muerte, como es lógico, hay que escribir un poema. Escribió entonces “La noche ciega al corazón que canta”; su solo título es uno de sus más bellos poemas

La noche ciega al corazón que canta
(fragmento)
Roberto Armijo
Tríptico doloroso
A José Francisco Valiente

I
Son cuatro inviernos de agonía hermana.
De amanecer el corazón abierto.
Quisiera ser, pero el futuro incierto
Me ensombrece la senda del mañana.
Cuatro años de penumbra cotidiana.
De presentir vivir, viviendo muerto.
De abrir el corazón, sentirlo yerto,
Sin escuchar su musical campana.
El dolor es espina en mi sonrisa.
Aunque nací para cantar, presiento
Ser un gorrión fugaz hacia la brisa.
Esta acerba dolencia me acongoja.
Soy un árbol que lento se deshoja
Y voy de paso con mi hermano el viento.

II
Sólo las sombras en que estoy hundido.
Sin restañar, sin restañar la herida.
Y presentir que en mi vital huída
Me apagaré, lo intuyo, estoy vencido.
Andar bajo la niebla adolorido
Sin atisbar el alba prometida.
Yo bien lo siento se me va la vida
Y soy raíz de un desgarrado aullido.
Le he dicho a Dios, yo soy enfermo y triste.
A mi garganta una resaca embiste
Inundándola de algas y de espumas…
Pero él ineluctable como el viento,
Hundió en mi carne el látigo violento
De su furor y me abismó en las brumas.

III
¡Qué me duele esta arcilla dolorosa
Arquitectura de mi sombra incierta!
Una resaca de violencia abierta
En mi bronquial respiración se empoza.
Este turbión de tos vertiginosa
En mi garganta es una espuma muerta.
Esta agua turbia en mi dolor despierta
Con sus ondas de asfixia rumorosa.
¡Ah! Aguaceros en mis bronquios siento.
Quiero cantar y se me escapa el viento
Y se me encharca de aguas la garganta.
Esperar, esperar lo que no llega.
Andar, andar bajo la noche ciega.
¡La noche ciega al corazón que canta!

Cuando lo conocí en San Salvador en los sesenta Roberto dirigía la biblioteca de la Universidad Nacional, era uno de los miembros más prominentes de la llamada Generación Comprometida, y era bastante formal en su atuendo. Cuando lo volví a ver en París en los setenta crecían montaraces sus cabellos y su barba, y usaba camisas de indio chapín. Era grueso y de considerable estatura, de modo que su aspecto era el del hombre de las nieves, un hombre de las nieves que tuviera ancestros africanos. Era, además un escándalo. No en París, por supuesto, porque en París es difícil escandalizar a alguien, sino en San Salvador, porque llegaba separado de su primera mujer a vivir su amor con una muchacha de “la burguesía” salvadoreña, una joven delgada, morena e inteligente, Ana María Echeverría, hija de un abogado prominente. Es por demás señalar que su familia la había excomulgado. La dama y el vagabundo.

El vagabundo en cuestión iba con una beca de la Universidad Nacional a estudiar teatro. Si su aspecto era un tanto asustante y su lenguaje el de un comunista terrible, cuantos lo conocieron supieron que era un ángel. Sus conocimientos literarios eran inmensos y a su ingenuidad se sumaba su simpatía desbordante.

Poco después de su arribo tuvo lugar un ominoso acontecimiento: las fuerzas de policía entraron a saco en la Universidad Nacional y sin siquiera sospecharlo (y de haberlo sabido no les hubiera importado un cuesco, acaso hubiera lamentado no darle ellos su muerte segunda) dejaron al poeta abandonado en Francia sin dinero.

Pero al poeta lo salvó su simpatía. Para ser reconocido por las autoridades francesas como refugiado político, Roberto Armijo, en su ingenuidad de niño grandioso, acudió a la Embajada de El Salvador en Francia a solicitar una carta que indicara que su patria le cerraba las puertas. El Embajador, que en paz descanse, era su amigo Carlos Matamoros Guirola, quien partiéndose de risa dictó a la secretaria una carta según la cual Roberto no podía regresar al país “por sostener ideas contrarias a la democracia y a la civilización occidental”. El primer paso estaba dado. Armijo obtuvo la tarjeta de refugiado político, que le permitía trabajar legalmente. Pero ¿de qué? Ese era otro problema. El poeta carecía de título universitario y ser escritor no da de comer salvo que se alcance la categoría de “best seller”.

Acudió entonces el poeta a un gran amigo prestigioso, el poeta Miguel Ángel Asturias, poeta y novelista de Guatemala que había ya recibido el Premio Nobel para entonces. Don Miguel Ángel le dio una carta destinada al rector de la Universidad de París (Sorbona) recomendándolo como profesor. La Sorbona había sido dividida en trece universidades desde hacía poco. El rector del conjunto lo envió donde uno de los rectores, quien reclamó: “¡¿Y por qué no me escribió don Miguel Ángel a mí, si yo también lo conozco!?”

Unas líneas de un Premio Nobel eran una varita mágica y a Roberto Armijo le valieron de título universitario. Fue así como permaneció en París las décadas siguientes desarrollando una extensa labor educativa, literaria y política. Su casa se convirtió en asilo y hotel de paso de cuanto salvadoreño o centroamericano pasara por la ciudad sin un centavo, caso muy frecuente, y si Roberto fue objeto de generosidad la devolvió con creces al conjunto de los necesitados.

Su familia política cambió de opinión con respecto a él, y su suegro, el doctor José Leandro Echeverría, se sumó al considerable número de sus amigos. Vino a verlo cuando el doctor agonizaba. No alcanzó a verlo y juntos bebimos el carísimo coñac que le traía desde Francia, y que el doctor no pudo disfrutar.

Roberto murió unos años después, de cáncer, tempranamente pues hubiera podido vivir mucho más. Esta vez sí era de verdad. Trajeron sus restos a San Salvador y fue velado en la Universidad Tecnológica. La Unidad de Cultura de ese centro de estudios lleva ahora su nombre

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PEDRO GEOFFROY RIVAS
En la memoria de Ricardo Lindo


Poesía

Canciones en el viento, (1933).
Rumbo (1935).
Para cantar mañana (1935).
Solo Amor (1963)
Yulcuicat (1965).
Cuadernos del Exilio
Los nietos del jaguar (1977)
Vida, pasión y muerte del Antihombre (1978)
Antropología y Lingüística
Toponimia náhuat de Cuscatlán (1961, corregida y aumentada 1973)
El español que hablamos en El Salvador (1969 y 1975)
El nahuát de Cuscatlán - Apuntes para una gramática Tentativa (1969)
Mi Alberto Masferrer (1953)
La lengua salvadoreña (1978)

Exigente hasta la intransigencia, de carácter explosivo, Pedro era puteador en todo el salvadoreño sentido de la palabra. Por eso le dijo Hugo Lindo una vez: “Vos no sos académico de la lengua, sino académico de la mala lengua”. Y a nadie, salvo a él, trataba mi padre de vos. Le decía eso también porque Pedro, quien manejaba el lenguaje con absoluta corrección, proponía un absurdo, abandonar el castellano y asumir la “lengua salvadoreña”. Según él, habría que institucionalizar expresiones cantinflescas como “ibir a una fiesta pero siempre no fui”. Pretendía ignorar la enorme ventaja que significa recorrer las tres cuartas partes del continente y atravesar el Atlántico sin cambiar de idioma, tener acceso a la literatura, a las canciones, al cine de más de una veintena de países, participar de la múltiple riqueza que el español implica, aunque haya sido impuesto originalmente por la fuerza, como suelen serlo las lenguas de los imperios. No creo que lo pretendiera realmente, como tampoco creo que García Márquez, proponiendo “enterrar la H prehistórica” buscara modificar la ortografía de un modo tan brutal. En ambos casos, deseaban llamar la atención del mundo académico sobre los peligros que implica aferrarse al pasado sacralizándolo e ignorar que, organismo vivo, el lenguaje va siendo modificado por los pueblos y es función de las academias estar atentas a esa evolución, estudiarla e integrarla.

Algo de esto sugiere Marcel Proust cuando corrige a una muchacha de servicio que habla mal francés y después se pregunta qué sentido tiene eso, si él, al hablar buen francés, está hablando mal latín.

Hay ahora una nueva gramática castellana que desconozco y que brilla por su ausencia en las librerías salvadoreñas. En ella, al parecer, mucho de lo que la Real Academia daba por malo es ahora bueno. Eso está bien, pero dadas las circunstancias debo por de pronto conformarme con escribir este artículo conforme a normas que en parte han de ser obsoletas. Sólo he integrado dos innovaciones que la prensa dio a conocer en su momento: ya no es necesario acentuar este, ese, aquel, cuando son pronombres personales, ni la palabra aun cuando significa todavía. Pero esa revisión general reivindica a Pedro Geoffroy Rivas y a los lingüistas que, como él, solicitaron una democratización del castellano.

El contradictorio Pedro

Pero volvamos al contradictorio Pedro, que hablaba buen castellano y propugnaba por el malo, que salió de una rica familia de terratenientes y se hizo comunista, que se volcaba hacia el futuro e indagaba las antiguas fuentes de la literatura nahuatl, que se volvió ferviente anticomunista con la misma fuerza que antes comunista, que evolucionó de joven revoltoso a viejo revoltoso y atrabiliario.

Lo recuerdo canoso, seco, enérgico, de bigote blanco, con aire de hacendado de película mejicana, cuando aun era amigo de Hugo Lindo, a comienzos de los años sesenta. Distaba aun mucho del viejo de respiración cansada y caudalosas barbas que llegó a ser director del Museo Nacional de Antropología.

No muchos amigos le quedaban a Pedro en el ambiente cultural de los sesenta, y también se encargó, andado los días, de putear a Hugo Lindo. Hugo Lindo hubiera podido reaccionar con filosófica complacencia, pero lo hizo intransigente y explosivo. Se habían dado la piedra con el coyol. Pero bien. Por aquellas fechas Pedro hablaba pestes de todo el mundo y en particular de la Generación Comprometida , (“esos ignorantes”) pero tenía ciertas figuras intocables. Una era Neruda. Otra, Claudia Lars, de la cual le oí recitar sonetos de memoria, afirmando que eran los mejores que se hubieran hecho en nuestro país. Mas tarde supe que había insultado al rector de la Universidad Nacional por haberse atrevido a hablar mal de Pablo Neruda. El santoral no se toca y aunque él ya no se contaba entre los marxistas se seguía contando entre los nerudianos, conciente, como era, de que el valor de la poesía se sitúa por encima de las opciones políticas.

En cuanto a los miembros de la Generación Comprometida , vieron en él un guía en sus inicios y se apartaron al verlo renegar de sus ideales políticos, aunque algo sintieron de una deuda pendiente. Así, cuando Roque Dalton escribe su novela Pobrecito poeta que era yo , toma el título de un verso de Pedro que aparece en Vida, pasión y muerte del Antihombre: Pobrecito poeta que era yo, burgués y bueno.

Espermatozoide de abogado con clientela…

Sospecho que el adverso juicio de Pedro estaba motivado por el rencor. Los comprometidos andaban por los treinta años, de modo que era irracional pedirles que tuvieran su vasta cultura, y algunos ya estaban creando obras que han perdurado.

Pese a su carácter y a sus desplantes, nadie dudó de la importancia de sus escritos, ni como poeta, ni como lingüista, ni como antropólogo, y la admiración y el respeto fueron creciendo en torno suyo. Cuando unos jóvenes hippies fueron a consultarle sobre unos signos mayas, él dio su docta opinión. Ellos replicaron que Salarrué los había interpretado de muy distinta manera.

—¡Y ese h. de p. qué sabe! –respondió Pedro.

Fueron a contarle a Salarrué lo sucedido y el viejo se sacudió el comentario con la mano y respondió apacible:

—Tiene razón, si yo no sé nada.

Genio y figura. La arrogancia de Pedro, sabedor de su superioridad de científico. La humildad de Salarrué, quien reconocía ese mérito.

Era poesía verdadera, y sus versos eran versos

Y sí, el aporte de Pedro fue grande. Los versos arriba citados eran absolutamente inusuales al momento de su publicación. En los listados de sus obras que he podido consultar, Vida, pasión y muerte figura como publicada en 1978, pero se trata de una reedición. Es una obra anterior en décadas y pertenece a su momento de revolucionario expulsado del país de continuo.

Al hacer su autocrítica, Pedro cuestionaba los valores de su estrato social, pero iba más lejos. Estaba abriendo las puertas a una poesía desconocida en nuestro medio, en la que ingresaban temas reservados hasta entonces a la prosa, en un lenguaje conversacional. Pero era poesía verdadera y sus versos eran versos. Hoy el lenguaje conversacional y el verso libre han ganado la partida, pero rara vez podemos decir otro tanto. Se escriben sentimientos que han de ser ciertos, pero no nos llegan, y el autor o la autora nos afirman que son versos esa prosa mal tijereteada, donde el ritmo está ausente. Faltos de idea poética, que es muy distinta a la idea aprobada por el catedrático, faltos de música de las palabras, sólo pueden decir que contaron lo que piensan o sienten sin levantar el vuelo.

Mas no se agota en ese tono la voz de Pedro, que tiene muchos registros. Él mismo fue un consumado cultivador del soneto y otras sonoridades salen de su garganta cuando aborda el tema indígena, adoptando sonidos forestales.

En cuanto a los escritos de Pedro Geoffroy antropólogo, de Pedro Geoffroy lingüista, se siguen consultando con provecho.

Me dio Pedro ocasión de externar reflexiones que lo tocan tangencialmente y me he alargado más de lo debido, pero a quienes me hayan aguantado hasta el final les reservo una sabrosa anécdota.

Mi madre quiso saber donde está enterrado y preguntó a su viuda:
—¿Dónde está Pedro?
— No sé, pero no creo que en el cielo, porque era muy bravo…

Los designios de Dios son inescrutables, pero sabemos que brilla como un astro en el firmamento de nuestras letras.

Pedro Geoffroy Rivas nació en Santa Ana el 16 de septiembre 1908 y falleció en San Salvador el 10 de noviembre 1979

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HUGO LINDO
En la memoria de Ricardo Lindo:

“Hablo de mi padre el poeta Hugo Lindo”

Su invención verbal era imparable. Si alguien andaba sin carro decía que andaba descarriado y despistado era sinónimo de andar sin pisto. Al papel higiénico le llamaba serpentina anal.

Era contradictorio, neurótico, intransigente, generoso, divertido, irónico, amable, odiable. Era un chantajista sentimental con postgrado. Era un intelectual con la dosis de ferocidad que el término implica. Era, en todo caso, alguien junto a quien nadie se aburría. Alguien que no olvidarán cuantos lo conocieron.

Lunes 20 de agosto de 2007
Ricardo Lindo
redaccion@centroamerica21.com


Hablo de mi padre, el poeta Hugo Lindo.

“Tengo la boca llena de granos”, dice una vez a la mesa. Mi madre lo mira horrorizada. “De granos de arroz”, aclara enseguida.

Siendo embajador de El Salvador (lo fue en Chile, Colombia y España), tenía una frase lapidaria: “Un cigarrillo y una condecoración no se le niegan a nadie”. A un ceremonioso español que se presentó inclinándose mientras decía su apellido: “Espejo, embajador”, le respondió: “Ya me vi.”. El señor era lustrosamente calvo.

A mi madre la llamaba bromeando “doña Carmen Fuentes, viuda de Lindo”. Ya en su abstemia vejez recordaba: “Yo que he bebido cantidades navegables de whisky sin haber necesariamente sido alcohólico…”


Consciente de su fama que crecía, a ninguno de sus hijos les puso su nombre, para evitar confusiones. Es por demás y peor para mí que me he dedicado, como él, a las letras. Mucha gente me llama Hugo. Hay quienes me dicen que les gustó mucho “mi” novela ¡Justicia Señor Gobernador!, el más conocido de sus libros. En una editorial donde publicaron un libro que sí es mío, invariablemente me extendían los recibos a su nombre.

Las olas sumándose a las olas de los días lejanos

Hugo Lindo nació en 1917 en La Unión, era un año en que la historia daba un inesperado giro. Faltaban unos meses para que concluyera la Primera Guerra Mundial mientras caía en Rusia la más antigua de las dinastías europeas para dar paso a la primera república de obreros, aquella que estaba destinada a salvar al mundo. Pero eso, en aquel pueblo aislado de un país periférico, no tenía importancia para Óscar, mi abuelo, ni para Matilde, mi abuela, dos jóvenes que se inclinaban extasiados sobre la cuna.


Óscar era un judío de Panamá, Colombia (Panamá era territorio colombiano a la fecha de su nacimiento) y era jardinero y profesor de inglés. Matilde era hija de ‘el’ médico de La Unión, un señor italiano, características que la situaban en la aristocracia local.

En La Unión, pequeño pueblo portuario situado junto a una de las mas bellas bahías del mundo, Hugo Lindo pasó sus primero años. Creo que esas olas golpeando la costa fueron su primera lección de sonoridad, la que impregna sus versos de una musicalidad profunda.

Porque aunque sea una novela su obra más conocida y esto por un decreto que la situó en el “currículum” escolar, lo mejor de sus letras son sus poemas, la zona donde se muestra más íntimo, más desgarrado, más reflexivo, más sincero, más hondo.

Varias décadas después pusieron el nombre de Hugo Lindo a un centro escolar de La Unión. Él asistió al acto precedido por la banda municipal que tocaba el himno con sones destemplados, mientras un grupo de escolares agitaba sus banderitas. Las gentes se agolpaban para verlo pasar. Al ir a dar el discurso de agradecimiento, al poeta Hugo Lindo, autor cosmopolita que solía renegar del pueblerinismo salvadoreño, se le quebró la voz e irrumpió en un sollozo.

Ese sollozo fue el más aplaudido discurso de su vida y sin duda el más sincero. Cuantas cosas volvieron entonces que nosotros ignoramos, la casa de la infancia ya vuelta un mito en la memoria, los juegos con las hermanas y los hermanos, los amigos de hacía tiempos y las novias de los recuerdos, la vela de una embarcación, la madre cuidándolo en sus enfermedades, el viento nocturno azotando una ventana, la fresca voz de su padre cuando era joven y que ya se había marchado, de viejo, bajo de los rosales que cultivaba, las olas sumándose a las olas de los días lejanos. Pero todo eso de algún modo lo sabemos, pues está en sus poemas, son aquello que sangra en sus palabras:

- ¿Y los barcos que no vuelven,
Adónde van?
- Al olvido.
- Madre, cuando sea grande,
Yo también me iré al olvido

Callar esa otra mitad era prudente

Escritor que abordó todos los géneros literarios, abogado, jurista. Profesor universitario, diplomático, ex ministro de Educación, Hugo Lindo falleció de una enfermedad pulmonar en 1985, en mitad de la guerra.

Escribió, cuando ya la muerte se avizoraba, un extenso poema-libro relatando su vida, titulado Desmesura. En alguna parte de ese poema lamenta que sus cargos oficiales le hubiesen permitido decir sólo la mitad de la verdad. Si bien luchó contra la dictadura del general Martínez y fue exiliado por ello, él había trabajado en el gobierno cuando los militares eran amos y señores del país y callar esa otra mitad era prudente. Pero, si no lo hubiese hecho, no hubiese podido desarrollar la extensa labor que llevó a cabo al servicio del arte y la cultura, haciendo de sus embajadas una empresa cultural, creando su arte y propiciando el arte de otros, imponiendo el respeto de las disciplinas intelectuales en un lugar donde el poeta era tan sólo considerado como un borrachín sin oficio.
Recibió muchos premios y distinciones. A los veinte años de su fallecimiento, CONCULTURA le rindió un homenaje nacional e inició la publicación de su Poesía Completa.

Se marchaba dejando enormes logros tras de sí. Eran el resultado del esfuerzo tenaz de un hombre excepcional.

Entre sus libros, citamos:

Obra poética:
Poema eucarístico y otros (1943)
Libro de horas (1947)
Sinfonía del límite (1953)
Trece instantes (1959)
Varia poesía (1961)
Navegante río (1963)
Solo la voz (1968)
Maneras de llover (1969)
Este pequeño siempre (1971)
Sangre de Hispania fecunda,
Resonancia de Vivaldi...

Novelas:
Cada día tiene su afán (1965)
Yo soy la memoria (1983

Cuentos:
Guaro y champaña (1947)
Aquí se cuentan cuentos (1989)
Espejos paralelos (1974)

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RAÚL CONTRERAS
en la memoria de Ricardo Lindo:

El escándalo de Lydia Nogales

En 1947 el periódico La Tribuna publicó unos versos de una poeta desconocida, una joven llamada Lydia Nogales. Según se dijo, padecía de tisis y escribía sus versos melancólicos en el volcán de Santa Ana, en espera de la muerte.

Su aparición literaria y fantasmal dio origen a arduas controversias. Diversos escritores aplaudieron su llegada. El crítico Luis Gallegos Valdés dijo que se trataba de un infundio, una invención fabricada por sus presuntos padrinos, Hugo Lindo, Raúl Contreras y el guatemalteco Manuel José Arce y Valladares, a los cuales se sumó Alberto Guerra Trigueros. Se formaron bandos de nogalistas y antinogalistas. El debate entre quienes creían en su existencia o la negaban y entre quienes le concedían valor o no, llegó hasta la primera página del periódico.

Lunes 27 de agosto de 2007
Ricardo Lindo
redaccion@centroamerica21.com

Raúl Contreras
Hubo quienes procuraron oponerla a Claudia Lars, sugiriendo que pretendía arrebatarle su hasta entonces indiscutido cetro. Claudia estaba en San Francisco, California, y tardó en responder. Tras unas frases admirativas hacia los versos de la joven tísica, aclaró con la dignidad que le era consustancial: “En el campo del arte verdadero (y yo también entré a ese campo descalza y reverente), no hay rivales ni competidores.” Más adelante Claudia añadió su nombre al de los que dedicaban poemas a Lydia, que fueron muchos. Suyo es el soneto que introduce Niebla, el único y póstumo libro de la muchacha santaneca.
Mas nadie había visto a la autora de Niebla, ni el apellido Nogales era conocido de ninguno, en Santa Ana al menos. En Guatemala, adonde llegó su fama, se dijo que era nativa de Quezaltenango. Una excursión de poetas y soñadores recorrió el volcán de Santa Ana para dar con su paradero. La batida de caza fracasó.

Pocos fueron los meses de aparición de los poemas de Lydia. Una aislada y última entrega fue publicada con motivo del fallecimiento de Alberto Guerra Trigueros.
Pero Lydia Nogales no existía. Finalmente se supo que su creador era Raúl Contreras, quien pasó a llamarla “su hija espiritual.”


En 1956, el profesor español Juan Antonio Ayala publicó en San Salvador un libro titulado Lydia Nogales (Un Suceso en la Historia Literaria de El Salvador), incluyendo la totalidad de los poemas escritos bajo el nombre de la joven, un estudio del propio Ayala y una recopilación de textos periodísticos y literarios que dan cuenta del “suceso”. El libro de Ayala dio lugar a nuevas pugnas. La brumosa poesía de Lydia, afincada en la muerte y en la armoniosa soledad, chocaba contra la estética preconizada por la Generación Comprometida, una estética de azada y martillo.

Y en el retorno, con pavor de huída

Veo al poeta años más tarde, en su pequeño y bien amueblado apartamento madrileño, donde vivía con su mujer y una de sus hijas, en la plaza del Conde del Valle de Suchil. El viejo don Raúl, los ojos cándidos tras los anteojos cabalgando la nariz rotunda, me confía que entre él y don Juan Antonio siempre guardaron en sus conversaciones la ficción de que Lydia Nogales había físicamente existido.

Nació Raúl Contreras en Cojutepeque el 24 de mayo de 1896 y murió en la capital de España el 2 de diciembre de 1973. Se fue a Madrid en los años veinte. Allá participó en las tertulias literarias de los cafés e ingresó a la carrera diplomática. Recorrió como diplomático diversos puntos de Europa. Le tocó vivir la guerra civil española y, más adelante, en Vichy, la segunda guerra mundial, pues allá debieron trasladarse las embajadas y consulados acreditados en Francia a la caída de París en manos de los nazis. Regresó con su familia a El Salvador en 1946.


Entre la visión romántica de la Europa que soñó a su partida y las experiencias que le deparó la suerte se ha de haber creado una fisura. Algo de esto entrevemos en Niebla, en el poema titulado El Viaje Inútil:


Todo era azul en la primer salida…
Azul la embarcación, azul el puerto.
El corazón, hacia la luz abierta,
soñaba con la tierra prometida.
Y en el retorno, con pavor de huída,
anclo en mi propia soledad y advierto
que, tras de mí, se iluminó el desierto,
y que en la luz se me quemó la vida (…)

“En nombre de Nuestra Señora de la Belleza.”

Al regreso de aquel viaje que dijo creer inútil fundó una Casa de la Cultura, a la cual asistían los más notables intelectuales del momento. Después ocupó el puesto de director de la Junta Nacional de Turismo. Dijo que para atraer turistas era primero necesario crear las condiciones físicas y se puso a hacer parques y balnearios. Y así fueron surgiendo en la geografía del país Atecozol, Amapulapa, Ichanmichen, y se hicieron obras de jardinería en el cerro Las Pavas, en su Cojutepeque natal.

Aparte de Niebla, su obra incluye: Armonías Íntimas (San Salvador, 1919); La Princesa está Triste (glosa escénica de de la Sonatina de Darío; Madrid 1925); Versos del Ayer (1920-1945, publicados en la revista Cultura en 1981); Presencia de Humo (San Salvador, 1959) y En la Otra Orilla (San Salvador 1974, publicado un año después del deceso del poeta).

Ese creador de jardines tenía una vertiente hacia la ilegalidad rayana en la locura. Veía un paraje hermoso y tomaba posesión con una vara “en nombre de Nuestra Señora de la Belleza.” Y comenzaba la tarea. A quienes pertenecieran las tierras, no le importaba. Hugo Lindo, síndico de la Junta, se veía metido en innumerables problemas procurando salvar los abismos jurídicos de ese tapiz de flores y de fuentes. Los terratenientes terminaban generalmente cediendo. El director sacaba de quicio a cualquiera y era más fácil darse por vencido. Y de tal modo se pusieron esculturas y se organizaron arriates en el parque Balboa, en los Planes de Renderos, y se hicieron piscinas irregulares y selváticas para acoger el agua cayente de Los Chorros. Con razón pudo el poeta chileno Juan Guzmán Cruchaga llamarle “mago de los jardines”.

El volcán de Izalco, por cierto, le jugó la peor farsa de su vida: regularmente estallaba dando fulguraciones fantásticas y era un gozo ir a contemplarlo desde el Cerro Verde. Él emprendió la creación del Hotel de Montaña, en la cima del cerro, y ya iba en curso cuando el volcán entró en el silencio.
Después, pasó el tiempo. Don Raúl se sintió enfermo y pidió ir a pasar sus últimos días a Madrid. Volvió a la embajada, donde ocupó el cargo de ministro consejero. Y vivió muchos años aun, más pendiente del mundo que soñara que del que le rodeara

Aparte de Niebla, su obra incluye:

Armonías Íntimas (San Salvador, 1919);
La Princesa está Triste (glosa escénica de de la Sonatina de Darío; Madrid 1925);
Versos del Ayer (1920-1945, publicados en la revista Cultura en 1981);
Presencia de Humo (San Salvador, 1959) y
En la Otra Orilla (San Salvador 1974, publicado un año después del deceso del poeta).

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ROLANDO ELIAS
En la memoria de Ricardo Lindo:

“El adalid de una mansa locura“


Era un hombre discreto y bueno, y creo que ambos adjetivos se pueden aplicar a su literatura. Junto con su hermano, el pintor Manuel Elías, la otra cara de la misma medalla, fundó la Real Orden de los Locos de Octubre (ORO), suerte de academia imaginaria a la cual pertenecían diversos y fantasiosos personajes. La realeza de la orden le era otorgada por la majestad de la Poesía.


Lunes 1 de octubre de 2007
Ricardo Lindo
redaccion@centroamerica21.com


La Orden de los locos de octubre

Una vez un miembro de la orden me dedicó un poema en un periódico. Llamé a Rolando, para contactar al autor y agradecérselo. Me respondió que “el chele Ventura” no tenía dirección fija, pero que solía ir a un hotel en Panajachel del cual me dio el nombre. La pintora Licry Bicard, gran artista y gran amiga común, me explicó más tarde que el chele Ventura, como varios de los miembros de la corporación, era irreal.

Eran poetas y artistas inventados por los hermanos Elías.

Un par de veces me invitó a ingresar a Oro. Ambas decliné. Si bien he formado parte de tertulias, nunca he pertenecido a grupos con un nombre específico, pues eso conduce a que se generalicen, siempre injustamente, los méritos y defectos de sus miembros.

Los Locos de Octubre tenían su ceremonia de iniciación, en la cual el nuevo llegado era investido con una gruesa cadena de hierro. Era menos costosa que una de oro y poseía la dignidad de una mazmorra medieval, lo cual le otorgaba la necesaria dignidad cortesana.

Una actriz que asistió a una de esas recepciones me dijo que jamás había visto locos tan cuerdos. Era y no era cierto. Se identifica la locura con el paroxismo y Rolando era el adalid de una mansa locura, de aquella filosófica locura que consiste en apartarse del mundo y en dar por valioso lo que el mundo suele dar por vano e inútil. Tampoco buscó la originalidad estridente ni el éxito literario. Ese desdén estoico tiene algo de escepticismo y de secreto orgullo, el del caballero solo contra los molinos de viento. Cuando la guerra arreciaba, escribió un conjunto de sonetos en los que opone la rosa al fusil, como argumento único y definitivo.

El artista errante, sin espacio ni tiempo

Buscaba el anonimato bajo los seudónimos y en la sencillez de la escritura, que trabajaba con esmero. Anular el estilo era una manera de sumergirse en lo permanente. Sospecho que su modelo en prosa era Azorín, pero mientras aquel veía la eternidad (una mustia eternidad sin horizontes, que la calma belleza justificaba) en los pueblos milenarios de Castilla, Rolando, más despojado, la vio en el artista errante, sin espacio ni tiempo, ni edad ni patria, en el chele Ventura o en Juan Caminos, otro de sus personajes. Inventó al que él hubiera deseado ser y le puso nombres diversos.

Bajo su voluntaria discreción brillaban perlas con brillo apaciguado, como en este breve poema de dos versos:

La guitarra
Suena como una piedra del río a medianoche.

Supo ser burlón, a su modo. En la publicaciones de la Orden de Octubre, folletos fotocopiados, se estigmatizaba con desenfado a los grandes personajes.

El poeta Rolando Elías nació en Mejicanos el 27 de enero de 40. El cáncer se lo llevó en San Salvador el 24 de mayo de 1999. Licry le hizo obsequio en su lecho de muerte de una preciosa curiosidad óptica adquirida en un museo norteamericano. Era un tubo transparente provisto de un visor, a través del cual se veía deslizarse una lluvia de estrellas. Ella me confió que le había dolido desprenderse del objeto, pero sintió que había valido la pena al saber que Rolando se había ido con el entre las manos.

Rolando fue encargado de prensa de la República Federal de Alemania en El Salvador, corresponsal de editoras internacionales, redactor de El Diario de Hoy, diario El Mundo, La Prensa Gráfica, Diario Latino (donde mantuvo con Mario Noel Rodríguez y André Cruchaga la página Juan Caminos), Jefe de relaciones públicas del ministerio de Economía y del Banco Central de Reserva de El Salvador. La Academia Salvadoreña de la lengua lo recibió entre sus miembros al final de sus días. Ya no pudo asistir. Envió, como discurso de recepción, una serie de sonetos dedicados, nuevamente a la rosa.

Ocho años más tarde, el mismo sujeto, el cáncer, se llevaba a su hermano Manuel. Ambos hubieran podido vivir mucho más. Los dos habían ocupado poco espacio sobre la faz del planeta, pues eran pequeños, delgados y ajenos al ruido. Posiblemente pertenecían a otro, hacia el cual se apresuraron a partir.

Generalmente veo a Rolando por las noches antes de llegar a mi apartamento. Vivo en Ayutuxtepeque y debo pasar por Mejicanos, donde él nació. El microbús se detiene unos instantes frente a una placita en forma de cuña, rodeada de una verja, donde hay un busto suyo iluminado por faroles que imitan los de los antiguos parques. Tras él se yergue una hilera de araucarias y tres eucaliptos se suman al conjunto. Pienso que ha de ser bueno contemplar el mundo desde ahí.

MEMORIAL DEL ADIÓS


(Fragmento)
Voy a decir adiós
Nunca lo dije
Voy a decir adiós
Lo estoy diciendo
Todos los nunca llegan

Adiós a tú que dije
al yo que tú dijiste
apretando los labios con los ojos cerrados
Adiós no a la memoria
A las manos frotándose
A la crepitación del fuego alzado
A las llamas del tiempo compartido

Adiós sí a la palabra
recogidaen el cuenco de tu oreja
tu mejilla
tu pecho

Voy a decir adiós
Lo estoy diciendo
Adiós no a la memoria
Se quedará por siempre en esa página

ROLANDO ELÍAS
(3000 COLATINO SAB.12 JUNIO 1993)

Bibliografía de Rolando Elías:
Crónica de Alemania
Ritual de la mirada y otros rituales
Poemas del amor sobreviviente,
Homenaje a la pintura
Siete crónicas y un discurso
Pasión de la memoria
Cantata de mayo
Celebración de la rosa
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Artículos varios: pintores, escritores, sitios...

Joan Miró llega al MARTE (Museo de Arte, San Salvador, El Salvador)

A fines de este mes (20 de octubre de 2008) veremos en el museo de arte de El Salvador (MARTE) una exposición del pintor catalán Joan Miró.

De los numerosos grandes artistas que dio el siglo XX, de esa explosión de lo imaginario como no se viera otra desde el Renacimiento, a quinientos años de distancia, pocos pintores gozaron de tal difusión, pocos influyeron tanto como Miró. Pocos, además, dieron tan poco de qué hablar. Nada de terribles historias románticas, de insignes borracheras, de siniestros campos de concentración.

Comentarios de Ricardo Lindo


Le tocó sin embargo vivir la Segunda Guerra Mundial y su prólogo, la Guerra Civil Española, moviéndose entre España y Francia, que era como ir de la sartén a las brazas, y le tocó vivir entre los locos y bohemios que estaban creando las vanguardias del arte. Pero Joan Miró, refugiado en su obra como en un monasterio, hizo a un lado el mundo. Mucho más tenía que ofrecerle su mundo interior.
Nace Joan Miró en Barcelona el 20 de abril de 1893 y fallece el 25 de diciembre de 1983 en Palma de Mallorca.

Su padre era un relojero y orfebre bien situado, su madre era hija de un carpintero.

Como suelen los padres de los artistas, procuraron disuadirlo. "Eso está bien como distracción, pero hazlo los fines de semana y dedícate a algo serio, etc. etc." Generalmente la vida da la razón a los padres, pero esta vez no fue así.

Aquel joven solitario y concentrado, lector de poesía, no había sido un buen alumno y era visible que no iba a concluir estudios regulares. Pactó con los padres, estudió simultáneamente comercio y pintura. Al terminar comercio, a los diecisiete años, obtuvo un empleo de contable. Se vio obligado a abandonarlo rápidamente. Una crisis nerviosa y un ataque de tifus lo redimieron de la seriedad. Podía, en delante, dedicar su vida a la insensatez. Sus padres suspiraron y decidieron mantenerlo corto de dineros. Su hermana lo ayudaba para que pudiera comprar telas y pigmentos. Le llamamos sin embargo serio y reposado, porque hay seriedad en el arte de un visionario y porque asumía su trabajo como un aplicado obrero.
"Es el más surrealista de todos nosotros"

En 1920 pudo finalmente ir de visita a París, faro universal de los artistas. Se hizo amigo de escritores y pintores. A varios los conocía de antemano por sus obras y habían tenido tiempo de influir en la suya. Expuso tres cuadros en la exposición "Arte Francés de Vanguardia" junto a Picasso, Severini, Matisse... y regresó desde entonces con regularidad.

Más adelante, Pablo Picasso le compró un cuadro. El novelista norteamericano Ernest Hemingway otro. El de Hemingway, titulado Masía, figura entre sus obras maestras y es siempre reproducido.

Formó parte del grupo surrealista, ilustró poemarios de los más prestigiosos poetas del célebre grupo, fue reconocido por la crítica. Pero en ese grupo de extravagantes entre los que figuraban sus compatriotas Buñuel y Dalí, el silencioso Joan Miró era una extravagancia al revés. André Breton, papa del surrealismo, declaró no obstante: "Es el más surrealista de todos nosotros".
Un lenguaje entre infantil y rupestre

Sus personajes, inicialmente deudores del cubismo, se iban transformando en amibas, se vestían de violentos colores planos que eran los de los pintores "fauves" pero también los del arte popular catalán que impresionó su niñez. Al ver esas pinturas, pareciéramos adentrarnos en un delirante "comic". Hacia 1925, Joan Miró emprende las llamadas "poesías de la imagen", incorporando cifras y palabras a lienzos portadores de formas cada vez más sugestivamente sueltas. Imagen y texto se responden como en "Photo - ceci est la couleur de mes rêves" (Foto - este es el color de mis sueños) donde la escritura en caligrafía Palmer alude a un sencillo borrón azul. Avanza hacia lo abstracto, se casa, tiene una hija. Avanza el tiempo, se aparta de sus amigos surrealistas, tras algunos torturados cuadros que aluden a la guerra crea sus Constelaciones. Sus imágenes flotan en el espacio sideral en que se ha transformado la página. Hay lunas, soles, estrellas que se interrelacionan con sus amibas. Las alusiones sexuales se multiplican, los ojos pueden interpretarse como vulvas u orificios anales y viceversa, un brazo transformarse en un falo o viceversa, todo aureolado de una infantil inocencia. Las líneas que recorren el espacio dividen las formas como límites a partir de los cuales cambian de color. Los títulos se vuelven poemas: "El canto del ruiseñor a medianoche y la lluvia matinal". Ha encontrado el lenguaje entre infantil y rupestre que lo definirá para siempre. Tras el triunfo de los aliados, el mundo se admirará de ese pintor que en medio de la guerra supo cantar la vida. Desde entonces sus éxitos. Hace dos grandes murales en cerámica para el palacio de la UNESCO, recibe premios, sigue creando sin cesar.

En lo que a El Salvador respecta, tiene una cercanía que no sospechó y le hubiese encantado. Los prehistóricos petrograbados del lago de Güija pudieran haber sido dibujados por él. Y un artista que recibió su influencia, Fernando Llort, creó un estilo que se identificó con La Palma y que hoy define a nuestro país. Así un artista culto tomó de su pueblo, otro artista culto aprendió de él y creó un estilo que otro pueblo asumió como suyo.

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El maravilloso país
Una salvadoreña en los campos de concentración nazi

Comentarios de Ricardo Lindo

Visitaron los Campos Elíseos, una de las más amplias y ricas avenidas del mundo. La joven Piedad, sin embargo, no pareció impresionarse. Era aun más amplia y aun más rica la avenida Independencia que daba entrada a la ciudad de San Salvador, según dijo.
Próximo el fin de la segunda guerra mundial, exasperada al extremo la egolatría demente del Fürer, las masacres de prisioneros se acentuaron. Una princesa, francesa según creo recordar (me lo contaron hace tanto tiempo…), que se había dedicado a rescatar prisioneros tuvo noticia de “la joven salvadoreña” y se dio a su búsqueda. Sus pesquisas dieron resultado terminando la guerra. La muchacha fue encontrada en una pila de cadáveres abandonados. Para continuar en vida había fingido la muerte, manteniéndose inmóvil entre esos cuerpos rígidos, amoratados y cuasi descarnados que la protegían sin saberlo.
Un tren condujo a París a los rescatados. El oficial francés que los recibió en la “ciudad luz” era un joven ingeniero, Charles Jacquinot. El joven tomó de la mano a la muchacha salvadoreña y un tercer e inesperado combatiente se presentó de improviso y los hirió a ambos. Era Cupido, el insigne flechero.

¡Yo quiero conocer América!

Los días que siguieron, el ingeniero le mostró la ciudad. Visitaron los Campos Elíseos, una de las más amplias y ricas avenidas del mundo. La joven Piedad, sin embargo, no pareció impresionarse. Era aun más amplia y aun más rica la avenida Independencia que daba entrada a la ciudad de San Salvador, según dijo. Y esta vez era Charles quien se admiraba. ¡Yo quiero conocer América!, exclamaba. Ese país que le describía su amada era una tierra maravillosa.

Recordemos que la avenida, bordeada de estatuas, era para eses fechas el paseo elegante de la provinciana ciudad de San Salvador. Los pueblerinos iban ahí a ver pasar los primeros automóviles, señal indudable de la riqueza de sus propietarios. Tener un automóvil implicaba poseer asimismo un vasto cafetal y quizás incluso una mansión en esa calle prestigiosa.

Don Charles, por su parte, tenía la vaga idea de América de los europeos de entonces. Para aquellos países en ruinas de la postguerra europea, el continente americano se identificaba con la riqueza que desplegaban los Estados Unidos, esa poderosa nación sin la cual jamás los aliados hubieran ganado la guerra.

El sueño de don Charles se cumplió. Se casaron el oficial y la ex-prisionera y se vinieron a vivir a El Salvador. Juntos y riendo me contaron, muchos años más tarde, el asombro a la inversa de don Charles al conocer la avenida Independencia. Muy difícilmente podríamos compararla con los Campos Elíseos… Esto sería más difícil ahora, por supuesto, pues se fueron las estatuas para dar paso a burdeles y bares de mala muerte y bulliciosa vida. He visto algunas de esas estatuas, ahora dispersas: no son tampoco comparables a los bronces y mármoles de París.

Con todo, otro asombro esperaba a don Charles: llegar al volcán de Santa Ana y contemplar desde las alturas la majestad de una naturaleza que hasta entonces le era desconocida.

Ingeniero especializado en asuntos del mar, don Charles se quedó trabajando para los puertos salvadoreños.

Colette

Los Jacquinot adoptaron una niña, quien fue más tarde amiga mía y gran actriz, Colette Jacquinot. Por ella los conocí. Fantasiosa hasta la tarde de su vida, doña Piedad afirmaba que los maltratos del campo de concentración le impidieron tener más de una criatura. La verdad era otra. Le impidieron, simplemente, procrear.

Colette se casó con un pintor excepcional, Antonio Bonilla. Los Jacquinot tenían una casa próxima al Salvador del Mundo, con un traspatio amplio donde les construyeron otra casa. Siendo amigo de ambos artistas, continué viendo a los viejos.

Ya estaba enfermo, don Charles, y retirado. Los médicos le prohibieron el tabaco. Creo que hay que ser un poco sádico para ejercer la medicina. Doña Piedad controlaba el cumplimiento de las prescripciones, aunque ya se le iba la cabeza. Cuando yo llegaba, don Charles me llamaba aparte para pedirme en voz baja un par de cigarrillos, que escondía bajo el cinturón. Quizás contribuí a que se fuera más pronto. Con seguridad contribuí a hacer más liviana la carga de sus días últimos.

Cuando don Charles murió, la cabeza de doña Piedad se fue deteriorando de más en más. Su soledad era agobiante.

Un periodista llegó a entrevistarla para que contara su prodigiosa historia. “¿Qué les obligaban a hacer los alemanes en el campo de concentración?”, preguntaba el periodista. “Cosas bonitas, como sembrar flores”, contestaba doña Piedad.

Cuando doña Piedad falleció, Colette y el pintor ya estaban separados. A la salida del entierro invité a almorzar a la actriz y a su hija. Estaban apesadumbradas, pero fueron recordando las historias de doña Piedad y terminamos riendo.

Colette vive en Francia desde hace años y no he tenido contacto con ella desde su partida. Pero hoy, desde San Salvador y tanto tiempo después, quiero dedicarle estas líneas.

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MARCEL MARCEAU
En la memoria de Ricardo Lindo:

Ha muerto Marcel Marceau y es como si muriera una parte del silencio

Este espacio es por lo común dedicado a recordar escritores salvadoreños que conocí. Debo ahora hacer un paréntesis para hablar del silencio “que huye cuando lo nombran”.

París, años 70

Lo vi dos veces en mi vida. La primera, en los años setenta, en París. Tras su maravillosa actuación de hombre solo contando historias en silencio, por el solo arte de la mímica, le solicité una entrevista. Para entonces hice varias entrevistas para La Pájara Pinta, revista de la Universidad Nacional de El Salvador.
El mimo accedió y hablamos tras asistir a una de sus clases. Sus alumnos llegaban de todos los rincones del mundo y estaban sentados en el suelo de un vasto espacio, en un antiguo teatro parisino. Él daba sus instrucciones con gestos, pero también con breves palabras que él mismo traducía a varias lenguas. Sus alumnos lo reverenciaban hasta la adoración. Uno de ellos, proveniente de Europa del este, era un caso singular. El joven hablaba catorce lenguas pero con Marceau no coincidía en ninguna.

Marceau me recibió en el camerino tras concluir la clase, mientras uno de los muchachos lo ayudaba a ordenar sus cosas, como un fiel acólito. Y Marcel Marceau, el célebre silencioso, no paraba de hablar. Cada pregunta daba lugar a una cascada de palabras y debí resumir bastante a la hora de escribir.

San Salvador, año 2000

Lo volví a ver en San Salvador treinta y un años después y asistí a una cena en su honor en la embajada de Francia. El Diario de Hoy reprodujo en esa ocasión la olvidada entrevista. Por fortuna, el poeta José Roberto Cea conservaba íntegra una colección de La Pájara Pinta, y fue así posible recuperarla. Marcel Marceu la leyó por primera vez y dijo que le había gustado. Le dije que se la había hecho en el teatro Vieux Colombier. El mimo reparó en la fecha y me corrigió: “No, el teatro de la Musique”. En efecto, era ahí.

Busqué la bendita entrevista al enterarme de su fallecimiento. Como no la encontré, pondré algo de lo que recuerdo.

Hablamos de Chaplin, cuyo personaje lo inspiró a la hora de crear Bip. Argumenté que sin el cine, los grandes cómicos del cine mudo hubieran permanecido en el anonimato. No quedaría registro de su obra y su destino hubiese sido como el del desgraciado Van Gogh, sin tener como el artista holandés, derecho a una gloria póstuma. “Más bien habrían sido famosos como artistas del Music Hall”, respondió “y Van Gogh hubiera gozado de su gloria de no haber muerto tan joven”. De hecho, fue el caso de los impresionistas que tuvieron la suerte de envejecer, como Claude Monet.

Le pregunté qué pensaba del teatro latinoamericano. Dijo desconocerlo, pero habló elogiosamente del chileno mexicano Jodorowsky, quien fue su discípulo y no hablaba bien de él.

No insistí, pero era un tanto extraño que desconociera el teatro latinoamericano, pues en ese momento grupos argentinos dominaban la mitad de las salas de París y eran presentados con bombo y platillo (eran, realmente, excelentes), y para tener un panorama de las escenas del mundo no era necesario salir de esa ciudad mágica.

Marceau era pintor en sus horas libres y varias de sus obras lo rodeaban apoyadas por tierra contra la pared. Tenían cierta influencia de Marc Chagall y las encontré muy buenas. “¡Pero cuánto se ocupa usted de arte!” exclamé con evidente torpeza. “Es mi vida”, respondió con la más absoluta sencillez. Así concluía mi página.

Cuando lo vi en San Salvador, su parecido físico con Marc Chagall era grande. Los rasgos judíos se acentuaron en ambos con la edad.

A la noche siguiente de su muerte estuve con el actor Óscar Guardado frente a una amable botella de vodka y hablamos de él, claro. Comenté la distancia que iba del Marceau de los setenta, duende extraordinario capaz de crear una arquitectura sin más recursos que su agilidad, al que habíamos visto en San Salvador, que apenas movía algo más que los músculos de su cara.

Pero Óscar no lo había encontrado deslucido, sino espléndido. “Me salvó la vida”, dijo, y para ilustrar su frase, contó lo siguiente: acababa de sellar la separación con su mujer, con la cual tienen una niña encantadora, y estaba destrozado. Fue a un bar, puerto común de las amarguras del planeta, y encontró a unos amigos que lo invitaron a una fiesta en los Planes de Renderos. En la fiesta se hallaba el mimo, quien no vaciló en improvisar una inesperada función para los asistentes. Y el humor del negro día de Óscar se esfumó en la más luminosa de las noches. Sin siquiera sospecharlo, Marcel Marceau le había devuelto la fe en la existencia.


“Marcel Manguel (nacido en Estrasburgo, Francia, el 22 de marzo de 1923-muerto en París el 22 de septiembre de 2007), mejor conocido como Marcel Marceau, fue un mimo de fama mundial.
Comenzó su carrera como mimo en Alemania, actuando para las tropas francesas de ocupación, después de la Segunda Guerra Mundial. Tras esa incursión en el arte dramático decidió estudiar esta disciplina en el Teatro Sarah Bernhardt de París.
Fue el creador del personaje Bip que tenía la cara pintada de blanco y llevaba unos pantalones muy anchos y una camisa de rayas, tocado de una chistera muy vieja de la cual salía una flor roja. Ha sido considerado el mejor mimo del mundo”.

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SIMONE DE BEAUVOIR A CIEN AÑOS DE SU NACIMIENTO
Comentarios de Ricardo Lindo

Nace Simone de Beauvoir en París en 1908 y muere en la misma ciudad en 1986.
Nace Jean Paul Sartre en París en 1905 y muere en la misma ciudad en 1980.

Esa pareja genial y controversial marcó el siglo donde les tocó nacer y morir. Ahora, a más de treinta años de sus supuestos viajes definitivos, regresan en los documentos que les son consagrados, en Francia y en los Estados Unidos, donde revalúan su aporte y ratos los desconsagran. Racionalizan lo que ya habían hecho las ciegas fuerzas de la historia.

En estos tiempos de globalización el siglo veinte nos aparece a ratos como un espejismo extraño. Había entonces, en casi todos los órdenes, guías seguros e incuestionados. Aunque no fuesen, por supuesto, los únicos autores importantes (y tuviesen sus poco escuchados detractores), ciertas cabezas se situaban por encima de las otras. Sartre era La Filosofía como Picasso La Pintura, como Igor Stravinsky La Música, como Einstein La Física...

Hoy marchamos por caminos inciertos, sin autoridades absolutas en los distintos campos del arte, de la filosofía, de la ciencia, de la reflexión desinteresada. Vamos, como dijo el filósofo Jean Paul Sartre en su momento, por "Los Caminos de la Libertad", asumiendo riesgos que no hemos escogido, como él o Simone de Beauvoir, y ya no es París la ciudad luz donde artistas y escritores iban a buscar su legitimación y desde la cual enviaban sus luces, mientras la ciencia era acaparada por los Estados Unidos, entidad política despreciada y envidiada por los europeos en general y despreciada por el mundo del arte en todo el mundo, los Estados Unidos incluidos.

Y estaban junto a los grandes, los puestos de una gradita más abajo. En la gradita bajo Sartre, feo pequeñajo con un ojo desviado, estaba Simone de Beauvoir, elegante y bella dama perteneciente a la nobleza, su compañera intelectual y su amante.

A los cien años del nacimiento de Simone de Beauvoir, se multiplican las publicaciones en torno a ella, se reeditan en CD sus entrevistas, salen impresos por primera vez sus "Cahiers de jeunesse" (Cuadernos de juventud), y una de las más importantes revistas literarias de Francia, "Le magazine literaire" inicia el año 2008 dedicándole la casi totalidad de sus páginas, mientras en Norteamérica crecen los libros sobre ella. Pero nadie, al tratarla, puede evitar referirse a Jean Paul Sartre.

Los artículos de "Le magazine" son elogiosos, reflexivos (sí, pero...) o pueden llegar a la total negación como Charles Dantzig que escribe: "...el defecto de ambos era que creían haber comprendido todo" y que niega el valor de la obra de Simone de Beauvoir incluso como literatura.

Siempre fueron polémicos. Lo son aun más allá de su muerte.

Erigidos en jueces de la edad, Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir defendieron cuanto creyeron justo, las libertades individuales, el comunismo, la independencia de Argelia, que buscaba liberarse del colonialismo francés, y dieron su aval a Fidel Castro, y visitaron la isla de Cuba. Su prestigio inclinaba la balanza.

No asistieron a la caída del muro de Berlín, que daba el golpe de gracia al "comunismo real". No vieron que esas libertades individuales que preconizaban eran poco respetadas en la Unión Soviética, aunque Sartre hubiese intervenido a favor del poeta disidente ruso Josef Brodsky y, al parecer, hubiese puesto en guardia al líder cubano contra un movimiento que se apoyaba en exceso en una sola persona. Años después, un Josef Brodsky semiderruido por las torturas recibía premio Nóbel, el mismo que Sartre había rechazado en 1964.

El tiempo parece haber dado la razón al amigo de juventud y enemigo de madurez de Sartre, Raymond Aron, cuando afirmaba que todas las revoluciones siguen el modelo de la revolución francesa: son traicionadas. Pero... ¿hasta qué punto es eso cierto?

Otra revolución habían llevado ellos a cabo, de orden intelectual, el existencialismo, doctrina vital que pretendía dinamitar los roles sociales como escombros que impedían el acceso a la verdad.

Que la hija de una gran familia tradicional, en vez de casarse, se vaya de amante de un profesor, que, junto con una de sus amigas, tengan por un tiempo una relación a tres, que tengan amantes por su parte la una y el otro sin romper su unión, no hubiera pasado de ser un buen chambre, una comidilla de comadres. Que el profesor sea el más importante filósofo de su tiempo y ella su más destacada discípula, que den un fundamento filosófico a sus acciones, cambia las cosas.

"Le deuxième sexe" (El segundo sexo) obra de Simone, aparece en 1949. Se pretende que las mujeres son de determinada manera y tienen asignada una función social secundaria, que gira en torno a los hijos y al hogar. Simone de Beauvoir se levanta en contra. Ser pensante e individual, una mujer tiene derecho a escoger su destino. Reflexionando sobre su sexo, Simone de Beauvoir se inscribe como la primera mujer en la historia de la filosofía. Novelista, crea obras memorables como "Les Mandarins" (Los Mandarines 1954). En "Memoires d´une jeune fille bien rangée" (Memorias de una jovencita bien educada, 1958) retraza su propia, tortuosa ruta. Sus trabajos se sitúan a la base de un movimiento que se desatará veinte años después de la publicación de El segundo sexo, el feminismo. Se trata, como señala la sicóloga Julia Kristeva, de una revolución antropológica aun en curso. Ya no nos extrañamos de ver hoy mujeres en puestos de importancia o ejerciendo roles tradicionalmente reservados a los hombres, en la armada o en la policía. En esa ruta, Simone de Beauvoir es una pieza fundamental, y millones de personas que jamás han oído hablar de ella le son deudoras.

Por la sola fuerza del pensamiento, Sartre y su compañera dieron lugar a un mundo más libre, fueran cuales hayan sido sus errores.

En "La ceremonia des adieux" (La ceremonia de despedida), la ya anciana Simone se expresa así de Jean Paul: "Su muerte nos separa. Mi muerte no nos reunirá. Es así: es ya bastante bello que nuestras vidas hayan podido unirse tanto tiempo". Fue sepultada a su lado. Miles de admiradores asistieron a su entierro.

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BEATRIZ, LA JOVEN DE LA GALAXIA

Beatriz Recinos es una joven salvadoreña que descubrió una galaxia. Tiene veinte años. Pertenece a una familia de clase media. El padre, la madre y sus dos hermanas mayores tienen formación universitaria. Ella estudia física en la Universidad Nacional de El Salvador y había ido en un plan de intercambio a la Humboldt State University de Arcata, California. Es de pequeña estatura, bonita, con una carita redondeada y unos grandes ojos castaños. Habla con fluidez y abundancia, con espontánea simpatía. Lo primero que hace es minimizar su mérito. Su profesor de física, el doctor David Kornreich, nos dice, descubre un promedio de seis galaxias en sus vacaciones. Pero ella es casi una niña y no es poca cosa haber descubierto una galaxia.


Su interés verdadero se centra en el océano. Desea ser oceanógrafa y eso fue a estudiar, pero tomó astrofísica como clase optativa. Una noche el profesor dejó al alumnado ante las pantallas de computadoras. Estas se hallaban conectadas al más grande telescopio terrestre, el del observatorio de Arecibo en Puerto Rico. "El Observatorio de Arecibo, leemos en su sitio en internet, es parte del Centro Nacional de Astronomía e Ionosfera (NAIC), un centro de investigación nacional, operado por la Universidad de Cornell, en acuerdo cooperativo con la Fundación Nacional de Ciencias (NSF). La NSF es una agencia federal independiente, cuyo objetivo es promover el progreso de la ciencia y la ingeniería en los Estados Unidos". El observatorio tiene un telescopio en un cráter, con un domo hidráulico. El lente iba en picada al cielo y los astros pasaban. Cada cierto tiempo, imprimían láminas y cotejaban con lo conocido. Debían reportar cualquier accidente lumínico que les llamara la atención, pero era fácil equivocarse. Un reflejo en el lente puede tomarse por lo que no es. No creía el profesor que en tan corto tiempo (cinco horas), fueran a encontrar algo significativo, pero esa noche dos grupos de estudiantes descubrieron dos galaxias. Uno, subastó su descubrimiento por internet y obtuvo mil dólares. La primogenitura por un plato de lentejas. El grupo de Beatriz era de solo dos (no sé si se pueda hablar de un grupo de dos, pero en fin...). Su compañero, un chico norteamericano, no creía que debieran reportar eso. Era un reflejo más... Beatriz insistió. El doctor Kornreich miró dubitativo la imagen y envió las coordenadas al observatorio. No, nadie había visto antes esa espiral lejana, ese mensaje de luz enviado hace millones de millones de años. El chico le preguntó a Beatriz si subastaban sus derechos de descubridores. Beatriz se opuso. Probablemente nunca volverá descubrir una y eso en realidad es dado a relativamente pocos sobre la faz de la tierra.

Pasaron entonces al nombre. David, su compañero, le dio la opción de ponérselo. Le pidió, eso sí, que no fuera un nombre en español que él no pudiera pronunciar. Ella no le puso su nombre. Zucky, dijo. A él le pareció bien, pero ¿por qué Zucky? Era el nombre de una perrita que la acompañó dieciocho años. La perrita murió en San Salvador a los tres meses de la partida de Beatriz. Al muchacho le pareció conmovedor. Zucky, entonces. La familia de Beatriz recibió entusiasmada la noticia y se les mojaron los ojos al saber de homenaje fúnebre situado en el firmamento. En el periódico de la universidad, Global Gazette, en el número del quince de diciembre de 2008, en la página tres, podemos ver a Beatriz junto a su galaxia.
Quizás nadie vuelva a ver a Zucky, quizás se fue a espacios mucho más remotos. Quizás la luz en espiral que vio Beatriz ya era solo ese grafismo en el cielo, lanzada por una galaxia que se extinguió en una edad inimaginablemente lejana. Quizás.

Beatriz, por su parte, estudiará oceanografía y puede ser que devele andando el tiempo un misterio de los mares.

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CÁNDIDOS SABIOS DE SIÓN

Que lo imaginario modifica lo real lo sabemos desde antiguo.
Cuando sólo uno lo asume, es un loco. Cuando lo asume la sociedad, deviene la historia.

Sabemos, por ejemplo, de un individuo que leyó tal cantidad de libros de caballerías que dio en creerse un caballero andante y se convirtió en el terror de los rebaños de carneros y de los molinos de viento. Tal cuenta, por lo menos, un novelista insigne.

Sabemos de unos huesos abandonados en un campo que brillaban en la noche. Oportunamente alertadas, se acercaron las autoridades eclesiásticas y dictaminaron que se trataba de los huesos del apóstol Santiago, quien según la tradición había predicado en España tras la muerte de Cristo. Era la llamada Edad Media, aquel tiempo en que la fe era incuestionable y relegaba por igual a la ciencia y a la lógica. Para que aun despidieran fósforo, sin embargo, aquellos huesos debieron ser de un muerto más reciente. No importa. Los clérigos españoles dieron a aquel sitio el nombre de Campo de la estrella (campus stellae en latín, si la infiel memoria no me es infiel esta vez) lo cual derivó en Compostela.

Se erigió en Compostela una catedral. Era uno de los más grandes y bellos templos de la cristiandad, y de toda Europa llegaron peregrinos a honrar los huesos del santo durante cientos de años. Aun hoy se organizan peregrinaciones, y qué importa si los huesos eran los del santo o no, pues una ruta mística se había creado y la misteriosa catedral sigue siendo uno de los más bellos templos.

Una conferencia de Umberto Eco, el novelista italiano, parece hundirse entre las muchas páginas que la acompañan. Y sin embargo... Su volumen, "Six walks in the fictional woods" (1994) recoge las charlas que dio en los EEUU en las Norton Lectures que propicia la universidad de Harvard. Tengo a mano la traducción al francés (ed. Grasset, 1996) pero seguramente existe una al español. No quiero agobiarlos con notas a pie de página. Les baste con saber que tomo citas y resumo el capítulo último, "Protocolos ficticios" entre la pag. 174 y la 183.

En este libro, el autor de "El péndulo de Fucault" analiza las relaciones entre el lector y la novela, entre lo imaginario y lo real, y concluye con un descubrimiento sorprendente, con la intrusión de una invención novelesca en la mayor masacre de la historia. El descubrimiento sorprende también por tardío, pues el fenómeno involucra a un famoso autor de folletines, Eugène Sue, y a un novelista célebre, Alexandre Dumas. Parece que los historiadores de la segunda guerra mundial no leen muchas novelas, aunque conozco historiadores que sí hacen, mi hermano Héctor por ejemplo.

Eco, lector omnívoro, va por supuesto mucho más lejos en su indagación. Resulta que, después de que el rey de Francia hace arder como hereje al gran maestro de la orden de los templarios, Jacques de Mollay, en una isla del Sena, se rumora que los templarios se han reorganizado como sociedad secreta y pretenden dominar el mundo. Siglos más tarde, a las puertas de la revolución francesa, el marqués de Luchet habla así de los Superiores Desconocidos, una secta secretísima que dirige las sociedades secretas: "Se ha formado en el seno de las más espesas tinieblas una sociedad de seres nuevos que se conocen sin haberse visto [...] adoptan del régimen jesuítico la ciega obediencia; de la francmasonería, las pruebas y las ceremonias exteriores; de los templarios, las evocaciones subterráneas y la increíble audacia".

Tras la revolución francesa, el abate Barruel escribe sus "Memorias para servir a la historia del jacobinismo" especie de novela panfletaria según la cual, tras la muerte de Jacques de Mollay, los templarios se transformaron en sociedad secreta para destruir a la monarquía y al Papa e instaurar una república mundial. Más adelante se apoderaron de la francmasonería, dentro de la cual crearon una academia diabólica entre cuyos miembros se cuentan los más conocidos filósofos: Voltaire, Diderot... Nacen de ahí los jacobinos, controlados por una sociedad aun más secreta, los Iluminados de Baviera, regicidas por vocación. El resultado es la revolución francesa.

Intrigado, Napoleón solicita un informe a uno de sus espías. Este, según la irónica formulación de Humberto Eco, "...obedeciendo a la costumbre de los espías y los informadores secretos, acude a fuentes públicas". Napoleón lee sorprendido lo que ha descubierto, sin siquiera sospechar que el informe es un calco de los libros de Luchet y Barruel, que cualquiera podía comprar en París. El emperador quiere entrar en contacto con los Iluminados. Fouchet, uno de sus ministros, se inquieta de las relaciones de Napoleón con los judíos, y sugiere por interpósita persona que detrás de los Iluminados se gesta un perverso complot judío. Luego, una novela de Sue habla de la malvada secta, pero esta vez quienes la guían desde la sombra son los jesuitas. Más adelante, un panfleto de un tal Joly, que plagia páginas enteras de Sue, atribuye el siniestro complot jesuita a un descendiente del emperador, su nieto Napoleón III.

Otro tanto sucede con Joseph Balsamo, la novela de Dumas. Un autor de novelas populares que se oculta bajo el seudónimo de Sir John Retcliffe describe en 1868 una secreta ceremonia en un cementerio de Praga. El hipotético Sir John copia de Dumas la escena en que Cagliostro, jefe de los Superiores Desconocidos, traza un complot con otros Iluminados. Pero, en lugar de Cagliostro, Retcliffe pone a representantes de las doce tribus de Israel reunidos para planear la conquista del mundo, como lo afirma descaradamente uno de sus personajes, el Gran Rabino. Unos años más tarde, un panfleto ruso presenta la noveleta como una crónica verdadera y otros años más tarde se vuelve a publicar el relato en Francia asegurando que llega de una fuente segura: el diplomático inglés Sir John Retcliffe.

En 1896, François Bournand en su libro "Los judíos, nuestros contemporáneos", reutiliza el discurso del Gran Rabino. "Desde entonces la reunión masónica inventada por Dumas, unida al proyecto jesuítico inventado por Sue y atribuido por Joly a Napoleón III, se convierte en el verdadero discurso del Gran Rabino, y reaparece bajo diversas formas en diversos lugares".

La historia sigue en Rusia. Rachkowsky, jefe de la policía política zarista, incauta una libreta donde un intrigante a copiado el texto de Joly contra Napoleón III, pero cambiando a este último por un influyente personaje político del momento. Rachkowsky lo recopia de nuevo, situando a los judíos en lugar del político. Los malvados sabios, con un candor de "comic", declaran: "Tenemos una ambición sin límites, una avaricia devorante y estamos empeñados en una venganza despiadada y quemante de odio".

Tras el policía, un monje que pretende sustituir a Rasputín y devenir confesor del Zar de todas las Rusias, llamado Sergei Nilus, publica con sus comentarios los Protocolos de los sabios de Sión, donde todas estas fuentes confluyen. De ahí se distribuye por Europa.

Y esta es la ruta del novelesco libro que llegó a manos de Adolf Hitler, quien se jactaba de no leer novelas

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JEAN MARIE GUSTAVE LE CLÉZIO
El último premio Nóbel de literatura y una pequeña historia personal

Ricardo Lindo
redaccion@centroamerica21.com

No conozco personalmente a Jean Marie Gustave Le Clézio, ni él tiene la más remota idea de mi existencia. Esa entidad misteriosa que llamamos la casualidad, sin embargo, me ha vinculado a él por viajes al revés.

Yo vivía en París pero había venido por unas semanas a El Salvador. Mis padres tenían entonces una librería, Altamar. Era hace treinta y dos años. En una conversación me referí a Le Clézio, dando por descontado que el nombre les iba a sonar familiar. No lo era. Una novela suya, El proceso verbal (Le procès verbal) ya tenía un tiempo de ser éxito sonado en Francia, pero ninguna editorial en español lo situaba entre sus títulos. Comencé a comprender lo que fue evidente unos años después. Tener éxito en París iba dejando de ser tener éxito en el mundo. Ahora obtiene este autor el mayor triunfo del mundo de las letras, pero no es ni remotamente tan conocido como lo fueron sus predecesores, aun vivos entonces, André Malreaux o François Mauriac, Simone de Beauvoir o Jean Paul Sartre. Pero El proceso verbal era un bello libro, que hubiera podido situarse entre los de esos grandes autores. Poco antes o poco después un amigo francés me obsequió Los gigantes (Les géants), otro libro de J.M.G.Le Clézio. Respondía así a un regalo mío, el de una obra recién traducida al francés que en español iba ganando lectores, Cien años de soledad. Los gigantes me aburrió como enanito verde. A la par de hermosas páginas se hallaban otras de un repetitivo "¡despertad! ¡despertad!" destinado a los habitantes de las grandes ciudades, todos supuestamente alienados. Y las páginas mejores eran las del niño de la gran ciudad que miraba en las escaleras eléctricas olas ascendentes. La despreciable urbe estaba descrita con amor, lo cual resultaba bastante contradictorio. Terminé de leerlo por buena educación.

Por otra parte, desde mi llegada a Europa (me fui para allá en 1964) yo andaba con un trauma a cuestas. Me preguntaban los españoles o los franceses por los mayas o los aztecas, y yo, aunque nativo de Mesoamérica, no sabía de eso ni papa. Iba en pos de la cultura de ellos y apenas conocía el Tazumal, y me encontraba gentes que hicieron viaje desde allá para venir a conocer lo para nosotros cercano, las ruinas de Tikal o de Copán. Procuré remediar mi ignorancia con los libros y yendo a los museos que conservaban antigüedades americanas.

Muchos años después vinieron a El Salvador unos amigos belgas. Iban a Guatemala a conocer las ruinas de Tikal, Chichicastenango, etc. pero pasaron antes a verme. Otro amigo, que no pudo venir y era sabedor de mis búsquedas del pasado indígena, me habló por teléfono comunicándome que me enviaba con ellos un libro sobre ese tema, El sueño mexicano o el pensamiento interrumpido, cuyo autor era J.M.G. Le Clézio (Le reve mexicain ou la pensée interrompue).

—Es muy bueno -le dije-, lo estoy leyendo.

—Eso es imposible -me respondió-, si acaba de salir en París.

Pero a mi me lo había prestado el salvadoreño francés Philippe Swartz, hijo de la pintora Nicole Shwartz, que acababa de regresar de París. Mas adelante, ya he olvidado como, llegó a mis manos la traducción al francés de Los libros de Chilam Balam de Le Clézio. En su versión, las misteriosas fórmulas encantatorias de los antiguos mayas tienen la belleza de un poema de Saint John Perse. La creo mejor que la publicada en español por la UNAM.

Pero ¿está Le Clézio realmente a la altura del Nóbel? Los miembros de la academia sueca han considerado que sí, y no habiendo leído los libros que ha publicado después no puedo opinar, y dudo que a la mencionada academia le importe un pito lo que piense. Pero, si me hubieran preguntado que autores de lengua francesa merecen el codiciado galardón, no hubiera pensado en él. Hubiera recordado a Tahar ben Jelloum, el autor de El niño de arena (L´enfant de sable) y lamento que hayan dejado partir al poeta antillano Aimé Césaire sin otorgárselo.

Como sea, la indagación que Le Clézio proponía en Los gigantes era sincera. Dejó las grandes urbes de Europa para venir a buscar el secreto poético de las ruinas perdidas en la selva Lacandona, la viva voz de los mayas en las tierras altas de Guatemala, el misterio de esa Mesoamérica a la cual nuestra tierra, aunque pariente pobre, perteneció también.

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VERLAINE, RIMBAUD Y UN CAFÉ

Ricardo Lindo
redaccion@centroamerica21.com

Londres, 8 Royal College Street. Casa decrépita a la venta. Fue edificada en 1828. Un promotor inmobiliario la adquiere con la intención de construir un moderno complejo de apartamentos en su lugar. Se alzan voces de artistas en contra, en cuenta la de la cantante Patti Smith, el escritor Julian Barnes, el comediante Stephen Fry. En esa casa, hace más de cien años, un adolescente genial escribía los primeros esbozos de uno de los libros emblemáticos de la poesía de Francia y del mundo. El joven era Arthur Rimbaud (1854-1891).

El libro, "Une saison en enfer" (Una temporada en el infierno).

La casa está ahora a salvo. Un rico admirador de Rimbaud, Michel Corby, la ha adquirido para hacer una casa de la poesía con café incluido, centro de lecturas y tertulias literarias. La restauración está en marcha.

Guarda ese sitio la memoria de un antiguo escándalo. Pero vamos por partes.

Paul Verlaine (1844-1896) es ya un poeta reconocido y un hombre casado cuando recibe los sorprendentes poemas de un joven de pueblo, Arthur Rimbaud. Verlaine lo invita a París: "Venez, chère grand âme", "ven querida gran alma". En septiembre de 1871 llega Rimbaud a París con el manuscrito de "Le bateau ivre" (El barco ebrio) uno de sus más conocidos poemas. No sólo es talentoso. También es bello e inaguantable. Verlaine se enamora de él y abandona a su familia. Haciendo caso omiso de las convenciones, forman pareja, y tienen desde entonces una vida nómada y pendenciera. Se unen, se pelean, se separan, se unen.

En 1872 están en Bélgica en julio, en septiembre en Londres. Rimbaud se va a Bélgica abandonando a su amante. Al parecer, el adolescente siente celos del adulto, que Verlaine considera injustificados, pero regresa a la capital inglesa al saberlo enfermo. Al año siguiente, en Bruselas, Verlaine dispara contra su compañero. Lo hiere y es condenado a dos años de prisión. Rimbaud va a ver a Verlaine recién salido de la cárcel. Se pelean nuevamente. Sus rutas se separan. Paul Verlaine se ha convertido al cristianismo. Rimbaud sigue su vía vertiginosa. Abandona las letras, se va al África, se vuelve traficante de armas. Enferma de una pierna que debe ser amputada. Regresa ya casi destruido a Francia. Muere en un hospital de Marsella a los treinta y siete años.

Jean Jacques Lefrère, editor de un libro reciente, "Arthur Rimbaud-Correspondencia", declara a la revista Le nouvel observateur: "La correspondencia de Rimbaud consta de dos partes bien diferenciadas; la parte literaria que es densa, corta, exaltada; la siguiente, que comprende varios cientos de cartas (...) es todo menos la de un hombre demorado en la composición poética. Sin embargo, en un caso como en otro, con esa amargura, ese absolutismo que generan las grandes marginalidades sociales, los mayores fracasos de la existencia. La segunda parte de su vida, con la negación de su obra poética y esa instalación en Abisinia, es quizás el punto de arribo más lógico de la primera".

Lefrère cree que al joven poeta le hubiera indignado saber que su obra ganaba admiradores en su tierra mientras él la rechazaba. Sus poemas son, en efecto, los del desacralizador que se lanza conscientemente al abismo, dispuesto a quebrar todos los platos de la tierra. Si sólo quiebra los de su casa, es porque son los únicos que están a su alcance. Al hablar de los antiguos galos, sus ancestros, les dedicaba en Una temporada en el infierno un dudoso homenaje:

"Los galos eran los despellejadores de bestias, los quemadores de hierbas más ineptos de su tiempo. Tengo de ellos la idolatría y el amor del sacrilegio; - ¡Ah!, todos los vicios, cólera, lujuria - magnífica lujuria; - sobre todo, mentira y pereza".

En cuanto a Paul Verlaine, procuró reconstruir su vida tras la prisión dándose a trabajos honrados y grises. No perseveró en el cristianismo y cayó en el vicio del ajenjo, bebida alcohólica considerada venenosa cuya fabricación fue prohibida. Pudo con razón preguntarse: "¿Nací yo muy pronto o muy tarde?

¿Qué es lo que hago este mundo?", aunque él desapareció antes que el ajenjo.

Ya era un alcohólico en la miseria cuando fue reivindicado por los jóvenes poetas, quienes se las arreglaron para pasarle una mensualidad. Sus versos íntimos, sencillos, sinceros y sin aspavientos dejaban atrás una época en la poesía de Francia, la un tanto pomposa y discursiva de Víctor Hugo, y tuvieron tal influencia que es difícil ahora percibir lo que tuvieron de novedoso. La canción popular francesa le debe mucho hasta hoy.

Cuenta Rubén Darío en su Autobiografía haberlo encontrado al fondo de una taberna. "Maestro, ¡la gloria!" gritó Rubén, entusiasta. Verlaine levantó fatigado la cabezota casi enteramente calva y respondió: "¡La gloria!...mierda, mierda, mierda".

Nunca supo Paul Verlaine que, junto a Víctor Hugo, era un punto de referencia inevitable del más grande movimiento de poesía en lengua española de su tiempo, el modernismo, del cual fue Darío el más alto exponente.

Como señala Octavio Paz en algún artículo, Rubén sabía quien era Verlaine pero Verlaine no sabía quien era Rubén, ni llegó a saber que ese extraño joven latinoamericano ("ese acento raro no es de aquí") era un poeta más grande que él. Le dedicó Darío a su muerte uno de sus más bellos poemas, el Responso a Verlaine:

"Padre y maestro mágico, liróforo celeste,

Que al instrumento olímpico y a la siringa agreste

Diste tu acento encantador..."

Se prevé que este año abrirá sus puertas el café cultural en Londres, en el 8 Royal College Street. Los organizadores afirman que servirán café, mas no ajenjo. Sería, no obstante, un atractivo suplementario del establecimiento.

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