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Ismael G. Fuentes

Algunos de sus cuentos

Ismael G. Fuentes (1878-1934)

Huérfano de padre y madre desde niño, recibiría, sin embargo, una esmerada educación. Hacia 1894 colabora con Arturo Ambrogi y Víctor Jérez en la redacción de El fígaro. Activo en el periodismo y la vida política, tuvo una distinguida carrera diplomática que lo hizo viajar por muchos países de América y Europa. Entre 1925 y 1931, funge como Ministro de El Salvador (embajador) en Berlín. Fue fundador de la Academia Salvadoreña de Historia. No se sabe que reuniera sus escritos en libro alguno.

Recordemos que entre los artículos publicados por Ricardo Lindo en Centroamerica21 podemos ver el cuento Después de la Orgía

Ahora, unos cuentos modernistas de su juventud, aportados para esta página por Astrid Lindo.



Zaira (leyenda de Oriente)

A doña Vicenta Laparra de la Cerda, homenaje de mi admiración
por Ismael G. Fuentes

 

Hace algunos días que me preguntáis por qué voy siempre a la caída de la tarde a la vecina mezquita a elevar mis preces a Allah, y al fin [voy] a satisfacer vuestra curiosidad.

Esto decía el hijo de un Cadí, que arrodillado sobre una hermosa piel de tigre manchada a trechos, tañía pausadamente un gongo hecho de cobre, mientras que un grupo de jóvenes sumisos y atentos, se preparaban para oir su relación.

Fue allá en Bagdad donde tuvo lugar el sangriente drama que os voy a referir; allá donde bajo un cielo siempre puro y siempre azul se siente expandirse el alma y llenarse de gozo al contemplar a alguna de aquellas divinas odaliscas.

Zaíra era sublime; era el tipo clásico de la belleza mora; era la más pura personificación del idealismo oriental.

Había nacido en el rico país del Cairo, arrullada por el suave murmurio del Nilo y por el monótono rumor de las palmeras que a sus orillas cabecean cual si quisieran ver retratadas en las ondas los abanicos verdes de sus copas.

Una cajita hecha de conchas del mar, cerrada por un broche de zafiros y amatistas, llena de perlas de Bassora y diamante de Golconda, trájole Alí a Zaíra de la última feria de Esmirna.

Aquella cajita hecha de conchas del mar, cerrada por un broche de zafiros y amatistas, traía también entre las perlas y diamantes una amarillenta y perfumada hoja de papiro.

Alí era un moro mercader en ricas telas, que viajaba de contínuo, y en busca de ellas iba siempre de feria en feria, de Damasco a Esmirna y de Bagdad a Bassora. Durante una feria en Bagdad conoció el mercader a la hermosa Zaíra, y al punto quedó prendado de su belleza irresistible. Y ella ¡ay! ella también, al vez los ojos fulgurantes que la miraban con insistencia, sintió algo así como una llamarada dentro del corazón. Y llegaron a amarse.

Y después, en aquella hoja amarillenta y perfumada, se firmó una recíproca promesa de matrimonio, ante el viejo Cadí del lugar, promesa en que se aplazaba la boda para después de dos años, cuando se verificara la primera feria de Esmirna.

Él marchó lleno de gozo a las ferias, y con la esperanza de hacer acopio de ricas y brillantes telas, para ofrecerlas a su linda prometida; fue a Damasco y allí realizó grandes negocios que le hicieron acreedor a ser llamado el más rico comerciante de Bagdad; fue a Bassora y allí también. Alah siguió dispensándole sus favores, y llegó a Esmirna, feliz porque ya veía cercana la realización de sus sueños.

Y llegó el gran día cuya sola perspectiva llenaba de goces infinitos el corazón de Alí.

Abrióse la vieja mezquita de Bagdad para recibir a los novios, y el viejo Cadí los esperaba para bendecirlos en nombre de Alah.

Alí llevaba un turbante blanco como la nieve, bodando con riquísimas piedras, y una chaquetilla color grana salpicada de lentejuelas de oro. Pendiente de un rico cinturón llevaba un puñal damasquino de puño esquisitamente cincelado, obsequio de un viejo judío de Damasco. Ella llevaba su tocado blanco como las alas de los cisnes, y ricas pedrerías adornaban el cuello y la cabeza de la virgen.

La concurrencia se agolpó en torno de la amante pareja. Había un joven moro que clavaba sus pupilas centellantes y negras en el rostro de la bella Zaíra. Era Ben-Amed, antiguo rival de Alí. Este se apercibió de esa mirada tenaz y fija en su novia, y desgracidamente débil ante la fascinación, ella también llegó a mirarlo. El viejo Cadí seguía leyendo pausadamente los versículos del Corán, el sagrado libro. La llama de los celos ardía en el pecho del fiero y noble Alí.

Concluída la ceremonia, fuéronse a su casa, donde al compás de alegres músicas se bailaba y se bebían ricos vinos de Chipre y de Falerno. Durante la fiesta, Alí, estaba inquieto; sentía en el alma, como dos puñales, aquellos ojos negros que se habían posado en la mezquita sobre la frente de Zaíra, y un negro pensamiento turbó su cerebro.

La noche tenía ya su negro manto de sombras, cuando la concurrencia abandonó la casa de los desposados.

Y más tarde, allá en la alcoba blanca, tibia y perfumada, Alí al dar el primer beso nupcial a su joven esposa, sepultó en su seno blanco y turgente la finísima hoja del puñal damsquino; y la vida se le escapó a Zaíra en un beso de amor…

–––

Desde aquel día voy todas las tardes a la vecina mezquita, a elevar mis preces a Alah por el descanso del alma de Zaíra.

Y el hijo del Cadí, con los ojos arrasados en lágrimas y arrodillado sobre una hermosa piel de tigre manchada a trechos, seguía tañendo triste y pausadamente su gongo hecho de cobre.

Marzo–1895

(La Juventud Salvadoreña, T. VI. N.6, junio 1895, p. 179-181)


 

 

La última carta

por Ismael G. Fuentes
A Isaías Gamboa

Fue la víspera de la boda; habíanse dado ya los últimos toques al salón donde tendría lugar la fiesta; la modista había llevado los trajes a la novia y el sastre por última vez probaba a su dueño el frac nuevo, para ver que no quedara en él ninguna arruga. El salón despedía un agradable y penetrante olor a rosas y azucenas frescas, como si en él se quemaran en orientales pebeteros ricas esencias de Damasco.

Allá en el fondo del salón se oyó un adiós, débil como el suspiro de una virgen, y un beso que era una llamarada de amor. Los novios se despedían, y de sus labios, como el rumor de una música divina, se escapó esa nota que dice: “hasta mañana, hasta mañana, amor”.

Y, más tarde, allá en el fondo de su cuartito de artista y de soltero, a la luz opaca de una lámpara, y en su escritorio, él nervioso febriexitado recorre una a una las cartas que de un pequeño paquete atado con un listón azul va sacando; en el sobre del paquete se lee esta sola palabra: Margarita.

Saca una a una las cartas, y rápido, lee y en sus facciones se retrata la honda impresión que le causan, y suspirando da un beso a una flor ajada y marchita.

De una caja saca un pliego de papel fino y perfumado, en uno de cuyos ángulos a guisa de blasón se encuentra su monograma en caracteres azules, y luego escribe una carta con mano temblorosa, en la que pone con nerviosos caracteres todo su corazón, todo el amor que yacía adormecido en aquel pecho que encerraba una hoguera. Aquella carta dice así:

Margarita:
Es la víspera de mi boda, y estoy triste. Tú, tal vez extrañes que te escriba esta carta en este momento que es uno de los más solemnes de mi vida, pero qué se ha de hacer: así es mi corazón y es a ti a quien se sabe abrir para que como en otro tiempo leas lo que hay escrito en él, pues fuiste tú quien con sus virtudes y sus gracias recogió la primera flor que en mi pecho creció llena de fragancia y lozanía, esa gardenia pura, inmaculada que se llama “amor”.
Voy a unir para siempre mi suerte a la de un ángel, y sin embargo sufro y temo tanto!
Yo te amaba como se ama sólo una vez, como se ama a los quince años y tú, débil, oíste mis ruegos y me amaste, y mi corazón que era muy niño se abrió a ti y te tributó su culto, y el idilio principió en una noche de amor y de luz, –lo recuerdas? Esa noche eras tú un ángel y me hiciste volverme soñador, y al escuchar las armonías celestes de tu voz, creí llegar a una felicidad; pero ¡ay! esa felicidad era un sueño, esa felicidad era imposible!
Después del sueño vino la realidad y con ella los sufrimientos y fue tanto lo que sufrí, que es imposible describir las amarguras de esa hiel que en nuestro pecho dejan las primeras decepciones. En el cielo límpido, azul de nuestras ilusiones se atraviesa fatídica y sombria la primera nube negra, y la desilusión, la incertidumbre, la duda traen a nuestro pecho la desconfianza, donde estuvo la fe. Y todo, todo cambia aquel color azul por ese negro color del mañana, “porque la dicha es de ayer y que mañana es la obscuridad, la muerte”. Oh! qué terrible es la duda, que terrible es el mañana!
Para el amor la felicidad es de hoy, para mañana las decepciones y los desengaños.
Nuestro amor fue muy puro. Yo había creído encontrar en ti la virgen de Ossián tanto tiempo soñada por mi loca fantasía; mas la fatalidad se interpuso entre los dos,, y un día, cual nuevo Polifemo, sorpendí a Accis en los brazos de Galatea.
Los recuerdos y las esperanzas son fuentes divinas donde alguna vez en nuestra desesperación saboreamos la indecible felicidad de los sueños que vienen a ser verdaderos sueños azules y fantásticos. La felicidad muchas veces con la agitación de sus alas impalpables sobre nuestras frentes, nos deja sumidos en una somnolencia mística que nos hace llegar a soñar con verdaderos imposibles. Así he gozado yo con los recuerdos y las esperanzas porque los recuerdos son algo así como misterioso bálsamo que calma las heridas que en nuestro pecho dejan las primeras decepciones.
¡Cómo lo recuerdo! Fue aquella una noche de amor; la noche en que sin pensarlo te di un beso: ¿te acuerdas? Estabas divina, sideral; el viento llevaba como en perfumadas ondas las notas vagas y cadenciosas de un piano que al contacto de tus purísimas manos dejaba escapar las notas tristes, dolientes, de la serenata de ese mago del pentagrama, de ese Schubert melancólico a quien la bruma pesada y fría de su país le hacía arrancar del piano gemidos llenos de melancólica ternura. Y en el ambiente y en todo Felicidad.
Y, después… el idilio se hundió por completo en las sombras del desencanto.
Basta ya de recuerdos.
Voy a unir mi suerte a la de un ángel capaz de hacer la felicidad de un hombre; pero ¡ay! ese hombre no soy yo. En el cielo de mi ideal la única mujer eras tú.
Adiós, y que por última vez te lleve esta carta con mis besos los pedazos de un corazón que todo es tuyo.
Fausto
La carta llegó a manos de Margarita aquella misma noche. Y al día siguiente en el momento en que el sacerdote daba a los novios la bendición nupcial, el joven, pálido, echó una mirada por entre la multitud; y halló unos ojos negros clavados en él.
El sonrió amargamente. En los labios fríos, marmóreos, de ella se dibujo una sonrisa impregnada de honda tristeza; envidiaba los azahares de la desposada. Él, la pureza de su frente.

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